La alarma del reloj digital de Gary sonó en mitad de la clase. Tan solo faltaban cinco minutos para ir a casa y poder disfrutar de las vacaciones de Navidad. La tiza chirriaba, mientras la señora Colleman descifraba algunas ecuaciones en la pizarra. Las gotas de lluvia chocaban contra la ventana y el viento silbaba cosas inteligibles. Nadie prestaba atención a aquellos números excesivamente redondos, dibujados con esmero por la cincuentona profesora de Matemáticas. A pesar de que el segundero del reloj avanzaba lenta y perezosamente, por fin alcanzó las 14:00. En ese momento el timbre sonó con intensidad y los chicos salieron de la clase a toda prisa, atropellándose unos a otros, como si estuvieran escapando del mismísimo Infierno.
La señora Colleman miró a los críos con resignación.
— ¡Tengan unas felices fiestas! Y, por supuesto, no olviden hacer los deberes. A la vuelta los corregiremos.
Los chicos rieron y salieron corriendo unos detrás de los otros. Gary fue el último en salir. Cuando la clase quedó desierta, la profesora sacó de su bolso granate una cajetilla de cigarrillos Winston y puso uno con delicadeza en sus finos labios ligeramente agrietados por el frío.
Gary caminaba meditativo por el arcén de la carretera. Ese día no quiso coger el bus escolar y decidió ir andando hasta casa, la cual se encontraba a 2 kilómetros de distancia. Esa Navidad sería la cuarta que celebrarían sin la presencia de su padre. Llevaba dos años que hacía lo mismo al salir de clase: Caminaba solo, observando los innumerables detalles de la naturaleza invernal, mientras recordaba la imagen de su difunto padre, imagen que con el paso de los años se iba emborronando en su joven memoria. Caminaba despacio. Deseaba que el camino se estirara hacia el infinito y poder estar andando un par de horas más que de costumbre. Sabía que, en cuanto llegara a casa, encontraría a su madre cocinando obsesivamente abundantes platos para la cena de Noche Buena. Desde la muerte de su padre, en todas las fiestas se comportaba igual: Cocinaba para unas veinte personas. Incluso ponía un plato y sus respectivos cubiertos para su padre, como si estuviera todavía presente en la mesa. Gary no comprendía el comportamiento de su madre. Sabía que estaba loca, pero la idea de que el espíritu de su padre estuviera sentado a su lado en la cena de Noche Buena era una cosa que realmente le hacía erizar su piel.
Después de pasear por el escurridizo arcén de la Carretera 44, pasó por el río. Escuchó el agua cayendo por la cascada. Divisó a lo lejos el tejado rojizo de su acogedora casa. El viento cada vez era más fuerte y frío. Le costaba andar y en un par de ocasiones sintió que el viento lo llevaba consigo. Por fin llegó a la valla que rodeaba su casa. Atravesó el jardín. Fue directamente hacia la puerta trasera, donde se encontraba la cocina. Golpeó enérgicamente con los nudillos la puerta de madera maciza. La señora Hughes abrió la puerta con cara de preocupación.
— Hijo, ¿por qué has tardado tanto? Te dejé muy claro que no me gusta que vengas solo por la carretera. Podría atropellarte un coche o algún pervertido sexual podría secuestrarte y vender tus órganos en algún país del Sur. ¿Quieres matarme de un infarto?
Gary no contestó. Se dirigió hacia la sala principal, para llamar a su mejor amigo, Randy. Esa tarde irían de expedición al río y jugarían a lanzarse piedras entre los matorrales, como de costumbre.
— ¿No piensas comer nada? —insistió Catherine Hughes mientras se llenaba una copa de vino hasta el borde.
—Ahora comeré, mamá. —Gruñó el pequeño— Primero quiero llamar a Randy para quedar con él esta tarde. Empieza sin mí.
Después de una larga conversación con el travieso Randy Russell, regresó a la cocina y comió un poco de pollo y coles de Bruselas, algo asqueado pero a la vez hambriento. Miró a su madre disimuladamente y percibió la imagen de una mujer que, a pesar de no llegar a los cuarenta años, parecía mucho más vieja. Llevaba un chándal que en algún momento fue de color rosa fucsia, pero que, a base de lavados, se fue transformando en un tono rosa palidecido, casi blanco. Su cabello era castaño con reflejos rojizos y lo tenía muy encrespado. Tal vez hoy no se había peinado. Catherine Hughes había caído en una horrible depresión justo después de la muerte de su marido, Charlie. A ello se le agregaba sus esporádicos brotes esquizofrénicos, que sufría desde la infancia. Antes no era un problema la leve esquizofrenia de la señora Hughes; sin embargo, tras la muerte de su marido, no solo se había despreocupado de su físico, sino también olvidaba tomarse su medicación con regularidad. Todo ello lo vivía Gary en su piel desde los nueve años. Muchas veces le recordaba que se tomara la medicación, pero nunca lograba nada, puesto que tan solo era un mocoso sin derecho a opinar, ni siquiera por el bien de su madre, a la cual cada día iba odiando con mayor intensidad. Catherine advirtió a su hijo que por la tarde no podría salir de expedición al campo, debido a que a partir de las cinco habría una gran tormenta y hasta el día siguiente no cesaría. Gary sabía que, cuando su madre le sugería que se quedase en casa, no era una mera sugerencia, era una sólida orden. Así que, después del almuerzo, volvió a llamar a su mejor amigo para aplazar el plan para la mañana siguiente.
— ¿Hola? —Gary identificó la voz de Edna Russell, la madre de Randy.
— Buenas, soy Gary. —dijo tímidamente— ¿Está Randy en casa? Quisiera hablar con él.
— ¡Ah! Hola Gary, no te reconocí. Acaba de ir a casa de los vecinos. Cuando regrese le digo que has llamado, ¿de acuerdo?
— Vale, señora Russell. —contestó mientras enredaba el cable del teléfono entre sus dedos— ¿Podría decirle que lo del río lo aplazamos para mañana por la mañana? Dice mi madre que esta tarde va a llover mucho.
— Claro, eso mismo le he dicho yo. De todos modos, cuando vuelva le diré que te llame. —respondió Edna— Por cierto, ¿cómo está tu madre?
— Está mejor. —no estaba mejor, pero a ella tampoco le importaba— ¿Quieres que te la pase?
— No importa, Gary, seguramente esté ahora descansando. Dale recuerdos de mi parte y dile que pronto iré a hacerle una visita.
— Yo se lo digo. Adiós.
— Adiós, pequeño. Le daré a Randy tu mensaje. —Colgaron el teléfono a la vez.
La tarde se le hizo interminable. La señora Hughes no paraba de cocinar, mientras cantaba viejas canciones de Rock & Roll y fumaba sin parar cigarrillos de liar, cuyo olor se alejaba mucho del olor de los cigarrillos de su profesora de Matemáticas. Con el paso de los años supo que lo que su madre fumaba no era tabaco. La casa se impregnó de una mezcla dulzona de olores: Pescado asado, patatas fritas, pollo con verduras, dulce de leche, cerdo frito con salsa agridulce, chile con carne,… En fin, un montón de comida que nadie se comería al día siguiente. Mientras tanto, el pequeño Gary jugaba con sus coches de juguete y observaba a las despampanantes mujeres de su serie favorita, Charlie’s Angels. Por fin sonó el reloj de la sala de estar. Las once en punto. Hora de dormir. <<Mañana será un gran día>> pensó Gary. Catherine seguía preparando la tarta que culminaría la gran cena.
Los primeros rayos de Sol atravesaron la ventana. Miró el despertador. Tan solo eran las 5:45am y la alarma sonaría sobre las 7:00am. No pudo seguir durmiendo. Siempre que salía de excursión se ponía muy nervioso y apenas dormía la noche de antes. Entonces decidió bajar a la cocina y servirse un gran tazón de leche con cereales Lucky Charms, sus favoritos. Cuando terminó su desayuno, se dirigió hacia el baño, para darse una ducha. Entonces pasó por la puerta de la sala de estar, la cual se encontraba abierta de par en par. Su madre estaba acostada en la butaca mientras sostenía una revista en su regazo, justo por la página del horóscopo. Le arrancó la revista de sus gruesos dedos amoratados por el frío y la dejó sobre la mesita; luego la cubrió con un gran edredón. <<Descansa>> susurró.
A las siete y media sonó el timbre de la puerta principal. Gary bajó las escaleras apresuradamente y, al abrir la puerta, se llevó una gran sorpresa: Randy no estaba solo. Dos chicos lo acompañaban montados en sus respectivas bicis. Eran los hermanos Scott, Vicent y Hank. Randy los había invitado a la expedición. Gary no había tratado mucho con aquellos chicos, puesto que eran de un curso superior al suyo. No le agradaba la idea de que aquellos muchachos fueran con ellos al río. No los conocía apenas y no le gustaba relacionarse con desconocidos, ni mucho menos irse a un lugar apartado del pueblo con ellos. Vicent no era un mal chico. Era estudioso y responsable, todo lo contrario al alocado de su hermano mellizo Hank, fanático de los deportes y de las chicas. Cuando Gary sacó la bicicleta del sótano, su madre se asomó al porche y le lanzó una mirada de advertencia. <<Ten cuidado, hijo>> quiso decir, pero permaneció en silencio. Gary entendió a la perfección su mirada. Los cuatro chicos partieron.
El trayecto se les hizo un poco largo. Fueron prudentes, ya que el asfalto de la carretera estaba aún húmedo y escurridizo, debido a la tormenta de la noche anterior. Se desviaron hacia la derecha, introduciéndose en el bosque. Avanzaron por un camino, que ellos mismos habían hecho entre la maleza días atrás. Randy y él solían ir al río los fines de semana y allí pescaban, jugaban al escondite y, en alguna ocasión, hacían una hoguera y contaban historias de terror. Era una especie de ritual para ellos, una manera de librarse del estrés escolar y de las voces de sus madres, ambas amigas desde la infancia y un poco desequilibradas. A su paso escuchaban algún que otro roedor removerse en sus cálidas madrigueras, las ramas secas crujían aplastadas por las ruedas de las bicis y el aire parecía susurrar en ocasiones la palabra <<peligro>>. Todo estaba muy tranquilo, demasiado; pero era invierno y se entendía. La naturaleza en esa época del año permanece muerta, o casi.
Pasaron por un gran charco de agua y barro. Se pusieron perdidos. Aparcaron las bicicletas detrás de unos matorrales, para que ningún merodeador se las robaran. Eso les ocasionaría una gran disputa con sus respectivos padres. Tomaron una senda escondida. Caminaban en fila india: Primero Randy y Gary, que eran los conocedores de la ruta, después Hank y, por último, Vicent, que andaba distraído.
— No entiendo por qué has querido venir, Vicent. —Le recriminó su hermano— El bosque está hecho para hombres de verdad y tú eres una nenaza.
— Te recuerdo que el que sigue orinándose en la cama eres tú. —se mofó Vicent. En aquel momento, Hank paró en seco, se volvió hacia su hermano y le propinó un buen puñetazo en el brazo izquierdo. Gary y Randy rieron, Vicent no tanto.
Ya se escuchaba la cascada. Estaban cerca, solo les quedaba unos cien pasos más. Conforme se iban aproximando al río, el entorno adquiría una mayor humedad. Gary se subió la cremallera del anorak y se tapó el rostro hasta los ojos con su bufanda verde botella. Pasaron cerca de la cascada. El agua que caía por ella parecía la seda de un velo de novia y su sonido era tan relajante e hipnotizador… Randy quería llevarlos hasta una zona donde había unas grandes rocas, en las que se podrían sentar los cuatro exploradores y observar desde sus tronos el inmenso y hermoso río. Llegaron a su destino. Los chicos soltaron sus mochilas y sus cañas de pescar. <<Hoy será un gran día>> pensó Gary, esta vez en voz alta.
Los hermanos Scott seguían discutiendo. Randy se acomodó en una dura roca y, con un palo, empezó a quitarse el barro que se le había pegado en la suela de sus botas. Gary estaba sentado justo a su lado.
— No paran de pelearse. —dijo Gary, mientras preparaba su caña de pescar.
Randy dejó de limpiarse las botas. Sospechó que en el camino de vuelta a casa volvería a ensuciárselas, así que era una estupidez limpiarlas en ese momento. Miró a los ojos de Gary.
— Sé que no te ha gustado que vinieran estos dos con nosotros, pero les he dicho que nos acompañen porque tienen algo que te encantará. —aseguró Randy— ¿Recuerdas que este verano te conté que hace años vivió una mujer muy rara en el pueblo? La que tenía una casa cerca del cementerio. Pues, como la señora murió hace un par de años y no tenía ningún familiar cercano, la casa quedó totalmente abandonada. Así que Hank decidió echar un vistazo a ver que encontraba. Y encontró algo, vaya que si lo encontró. No te lo vas a creer, Gary. Pero tenemos que esperar a que ellos quieran enseñártelo.
— Vale. —sonrío Gary Hughes— Solo espero que no sean fotografías de la vieja en ropa interior.
Gary soltó una carcajada semejante a un ladrido; sin embargo, Randy no lo acompañó, permanecía serio mirándolo a los ojos. En su rostro se dibujó una mueca que no le agradó nada a Gary.
— Esta vez no estoy bromeando. —Repuso Randy— Pero ahora vamos a preparar las cosas para pescar o podemos hacer la hoguera ya, si quieres.
La mañana transcurrió vertiginosamente hasta alcanzar las doce del mediodía. Los chicos sacaron sus bocadillos envueltos cuidadosamente en film transparente y comieron con apetito. El cielo se cubrió con nubes grisáceas y las sombras de los árboles se fueron desvaneciendo poco a poco. Después del banquete, Hank cogió de su desgastada mochila unas latas de cerveza y un paquete de cigarrillos Pall Mall. Abrió una lata, bebió y se la pasó a Randy. Randy se la pasó a Gary. Lo mismo hizo con el cigarrillo. Vicent estaba apoyado en el tronco de un árbol deshojado y los observaba por encima de su cómic de Scooby Doo. No pudo evitar una gran carcajada cuando a Gary le dio un ataque de tos al probar su primera calada. Los hermanos Scott dejaron de discutir entre ellos hacía tiempo y congeniaron bastante bien con los otros dos chicos.
De repente, Vincent se levantó y se apartó del árbol que le había estado sirviendo de respaldo, caminó hacia su mochila y guardó su cómic. Se acercó a los muchachos con una sonrisa socarrona. Con torpeza, se sentó en el corrillo que habían formado alrededor de una pequeña fogata.
— Gary, ¿te gustan las historias de terror? —dijo mientras acercaba las manos al fuego para calentárselas. —Mi hermano y yo tenemos una que te va a encantar. Es real, ¿sabes?
Gary lo miró con los ojos muy abiertos. ¡Claro que le encantaba las historias de miedo! Pero la seriedad en el rostro de Vicent le hizo pensar al joven Hughes que su historia no tenía nada que ver con el hombre del saco o con el payaso de debajo de la cama.
—Claro. —contestó casi susurrando.
— Hank, tráelo. —ordenó Vicent a su hermano.
Se levantó y fue hacia su mochila, que se encontraba bajo la sombra de un gran roble. Sacó un libro de bolsillo, aunque bastante voluminoso. Estaba forrado con piel y en ella estaban grabados diversos símbolos, la mayoría de los cuales Gary no pudo reconocer. Una gran circunferencia con una estrella invertida ocupaba toda la portada.
En ese momento, Hank se convirtió en el centro de atención de los muchachos. Contó cómo había roto la ventana del baño de la casa de Elly Kedward y se había adentrado a las profundidades de la polvorienta y deteriorada casa. Presumía de cómo había esquivado las grandes ratas que correteaban por los pasillos. Mató tres, aunque seguramente estaba exagerando y se limitó a correr hasta llegar a su objetivo: El desván. Elly Kedwar era una anciana que vestía con ropas estrafalarias, coja de un pie y con los ojos fríos y grises. Gary no la recordaba, ya que había muerto ocho años atrás y, en aquella época, tan solo tendría unos cinco años. No se sabía con exactitud cuál era la tierra natal de la señora Kedwar, lo único que se rumoreaba de ella era que hacía sesiones de magia negra detrás de su casa. Fue viuda de tres maridos distintos. Según los vecinos, hacía que las embarazadas perdieran a su bebé, si les guiñaba el ojo. Además, en el año 1970, dos niños desaparecieron en el pueblo. Decían que la anciana los había secuestrado para extraer su sangre, que seguramente le serviría para hacer rituales satánicos e invocar a sus difuntos maridos. Los más supersticiosos la miraban por encima del hombro, con preocupación. A Gary le extrañó que su madre no le hubiera hablado nunca de aquella mujer. Las embarazadas ni siquiera se atrevían a mirarla a los ojos. Los niños eran los más valientes: algunos la insultaban y corrían para que ésta no los alcanzara, otros iban a tirar piedras a las grandes vidrieras de su casa. Elly Kedwar también fue la protagonista de varios escándalos en el pueblo y alrededores: En una ocasión, había ido a la frutería a comprar totalmente desnuda y, cuando una joven le preguntó por qué no se había vestido, ella le respondió con un espantoso mordisco en la oreja. Y digo espantoso, porque casi que se la arrancó. Era una salvaje, o eso decían.
Hank le lanzó el libro a su hermano mellizo, que se encontraba justo en frente. Gary lo miraba embobado. Randy, que ya se conocía la historia, se había apartado a las rocas de la orilla y miraba distraído la corriente del río. Vicent continuó contando la historia:
<<Yo me quedé fuera. No me pareció buena idea entrar en una casa sin permiso alguno; pero me atraía la idea de conocer qué es lo que se escondía tras esos gruesos muros de cemento. No soy muy ágil, lo reconozco. Por ese mismo motivo le dije a mi hermano que saltara por la ventana del aseo, que es la que se encuentra más escondida. Nosotros actuamos así, ya sabéis, yo pienso y él hace el trabajo sucio ja, ja, ja. Yo me quedaría vigilando el camino de la entrada detrás de un espeso matorral, por si alguien pasaba por allí, poder avisar rápidamente a Hank. Cuando salió por la estrecha ventana del baño, traía la cara desencajada y estaba empapado de sudor. Encontró el libro en el desván, junto a unas cartas de tarot y un gato negro disecado. Espeluznante, ¿verdad? El libro parece auténtico, está escrito a máquina, aunque algunas páginas están escritas con tinta roja o sangre. No sabemos muy bien lo que es…>>
Luego, Vicent le dio el libro a Gary, para que le echara un vistazo. Lo abrió por la primera página sin mediar palabra. No tenía título, aunque observó una fecha: 08-11-1759. Pasó lentamente las páginas, contemplando los grabados. En ellos aparecían niños siendo quemados en una gran hoguera, diversas máquinas de torturas, seres con cuerpo humano y cabeza de cabra y, sobre todo, muchas mujeres fornicando con diablos. En las primeras páginas, había una serie de hechizos y conjuros para hacer el mal. Hubo una página que llamó su atención, la 141, escrita con tinta roja oscura que, como había dicho Vicent, podría ser sangre seca. Pronunció en voz alta lo que había escrito:
<<En lo más profundo del Averno, ella se esconde y acecha, tan fría y marchita. Aguarda y espera. Crees escuchar silbar el viento y es ellasusurrándote al oído la palabra “muerte”. Te persigue, te atrapa, te arrastra junto a ella. Quiere ascender y arrancar el vuelo. Si alguna vez te encuentras con ella, mírala a los ojos y encontrarás la respuesta. Mira detrás de ti>>.
Un suave viento los acarició bruscamente y azotó las ramas de los árboles, haciéndolas crujir. Se miraron entre ellos y permanecieron callados. Randy seguía en las rocas concentrado, mirando el curso del agua. Se volvió hacia ellos.
— ¡Chicos, tenéis que ver esto! —vociferó. Vicent, Hank y Gary se acercaron y subieron a una roca maciza y angulosa. — Mirad ahí, ¿qué coño serán esas burbujas?
Dirigieron la mirada justo donde estaba señalando. En una parte cercana a la ribera del río, había un pequeño remolino, del cual surgía una gran cantidad de minúsculas burbujas. Daba la sensación de que allí abajo había alguien con un traje de buzo, respirando gracias a una botella de aire comprimido. Pero el agua estaba cristalina y no se veía nada. Gary sintió un escalofrío.
— Puede que sea un pez. —le quitó importancia Gary. —O, tal vez, sea un remolino.
— El movimiento del agua en el río es algo muy frecuente. Aunque creas que está en total calma, en su interior siempre hay remolinos. —Lo tranquilizó Vicent— Por eso nos riñen nuestras madres cuando venimos a bañarnos en verano.
Todos rieron, hasta Randy, que ahora parecía más sereno. Se sentaron en la roca. Gary, que todavía sostenía el libro de cuero en sus manos, siguió hojeándolo. Entre tanto, los hermanos Scott y Randy lo miraban atento. El cielo se oscureció más aún y el viento volvió a gemir la palabra <<peligro>>. Escogió otra página al azar, en esta ocasión mecanografiada, y volvió a leer en voz alta:
<<En el nombre de Satán, el Señor de las Moscas, el Rey del Inframundo, ordeno a las fuerzas de la Oscuridad que viertan sobre Mí su poder Infernal.
Abrid de par en par las Puertas del Infierno y salid del Abismo para saludarme…
— Deberíamos parar. —interrumpió Randy con los ojos espantados, apuntando con el dedo índice el presunto remolino.
Efectivamente, donde se hallaban las pompas, el agua iba adquiriendo una textura viscosa y de color verdoso. Las esferas crecieron considerablemente, ascendían desde la profundidad y estallaban en la superficie, haciendo un ruido un tanto desagradable. Gary no apartó la mirada del libro maldito y continuó:
…He tomado vuestros nombres como míos. Vivo como las bestias del campo regocijándome en la vida carnal. Devuelve a la vida a este trozo de carne podrida.
Oh, Señor de las Moscas, devuélvenos esta alma impura.
Por todos los Dioses del Averno, ordeno que todo lo que diga suceda>>.
Las burbujas explotaban con violencia, produciendo un sonido semejante a los globos de goma de mascar al reventar. Un sonido que odiaba la señora Colleman y que, a partir de ese día, Gary odiaría aún más. Los chicos aterrados bajaron de la roca cuidadosamente, para no abrirse la crisma. La bordearon por la derecha y miraron boquiabiertos el enorme torbellino que se había generado de un momento a otro sobre aquellas tétricas y desagradables pompas. Se trataba de una espiral que giraba sin cesar en sentido contrario a las agujas del reloj. En el centro había un oscuro agujero que parecía conducir hasta el más allá.
En lo más profundo del Averno, ella se esconde y acecha, tan fría y marchita. Aguarda y espera.
Abrid de par en par las Puertas del Infierno y salid del Abismo para saludarme…
Fueron rápidamente hasta sus pertenencias, situadas debajo del viejo roble que se encontraba a unos veinte metros de distancia. Hank estaba muy extraño: le brillaban los ojos demasiado y en su cara se dibujaba una extraña mueca torcida. Una expresión que nunca había mostrado antes a su mejor amigo, Gary.
— No perdamos la calma —recomendó Vicent con los ojos inundados en lágrimas. —Debemos recoger todo y que no se nos olvide nada, sino nuestros padres nos matarán. En ese momento, Gary se alegró de no tener padre y, rápidamente, recordó que a él le esperaba algo mucho peor: grandes montañas de comida que tendría que comer sin rechistar. De lo contrario, sufriría otro ataque de histeria de su madre. Y, entonces, en ese momento, deseó no tener madre.
Hank y Gary hicieron caso y empezaron a recoger lo más rápido que pudieron. Entretanto, Randy seguía mirando el gran torbellino sin parpadear apenas. Gary se acercó a Randy y le tiró del brazo, llevándolo junto a ellos. Le inquietaba la actitud que estaba teniendo desde que había visto las dichosas burbujas; parecía hipnotizado. En esta ocasión, el viento se levantó intensamente, emitiendo un sonido muy parecido a un ronco murmullo.
Crees escuchar silbar el viento y es ella susurrándote al oído la palabra <<muerte>>.
Cuando todo estaba recogido, los chicos visualizaron de lejos el torbellino. Continuaba rotando; sin embargo, la intensidad de rotación fue disminuyendo. Con las mochilas a la espalda y las cañas de pescar sobre el hombro se dirigieron hacia el camino de vuelta; pero, justo en el momento en el que se iban a introducir en el denso bosque, un grito de mujer les hizo pegar un gran salto. Todos se volvieron y de nuevo dirigieron la vista hacia el torbellino. La voz había surgido de allí. Hubo un momento de silencio. La cascada se escuchaba a lo lejos. Inconscientemente, los cuatro muchachos se acercaron poco a poco a la orilla. Una fuerza invisible los atraía hacia el remolino y su inmenso agujero central. Gary pudo distinguir algo que salía del remolino. Las burbujas viscosas volvieron a explotar violentamente. Unas manos afloraron al exterior. Eran blancas, marcadas con gruesas venas azules, y estaban arrugadas y agrietadas. No tenía uñas, tan solo diez huecos ensangrentados, en los que alguna vez estuvieron.
Devuelve a la vida a este trozo de carne podrida.
Oh, Señor de las Moscas, devuélvenos este alma impura.
Se encontraban a unos diez metros de distancia del agua. Gary estaba paralizado; no sabía bien si por el miedo o porque esa cosa tenía verdaderos poderes hipnotizadores. El resto de chicos también permanecieron inmóviles. Después de las manos, asomaron unos brazos excesivamente pálidos y descarnados, luego una larga cabellera negra y grasienta. Al observar su rostro, el corazón de Gary aceleró sus latidos a una velocidad sorprendente. Se trataba de una cara arrugada e hinchada por haber estado bajo el agua durante años, o tal vez siglos. Tenía las cuencas oculares vacías y de ellas brotaban unas finas y prolongadas plantas acuáticas. De sus oídos, nariz y boca también sobresalían plantas, que recorrían su rostro y terminaban enredándose en su amoratado cuello. Estaba desnuda. Las plantas acuáticas no solo estaban presentes en su cara, sino también en su cuerpo: Se dio cuenta que un apelmazado matojo de plantas alargadas surgían del interior de su entrepierna y se deslizaban por sus piernas, rodeando sus tobillos, que también estaban morados, y oprimiéndolos. De los dilatados poros de su corrompida piel brotaba abundante agua. Gary pensó que podía ser una especie de ninfa, mitad humana y mitad planta. Observó que Hank se aproximaba al río. La dama acuática alzó sus brazos, llamando su atención. Entonces escuchó la voz alterada de Vicent, que continuaba quieto a su derecha:
— ¡No vayas con ella, por favor! —gritó hasta que su grito se convirtió en llanto, al ver que su hermano no hacía caso alguno y ya se había aferrado a la húmeda mano de la ninfa.
Te persigue, te atrapa, te arrastra junto a ella.
Hank se sumergió en el ojo del torbellino y ella después. Vicent corrió hacia el río. Randy y Gary fueron detrás de él y consiguieron que no se sumergiera en aquellas aguas burbujeantes. Entonces el río quedó en calma. Todo había sido tan extraño, que parecía un sueño. Estaban confusos, sentados en la orilla del río, como si aún esperaran que Hank volviera para regresar juntos a casa. Y, ciertamente, fue lo que ocurrió: Pasaron diez minutos, en los cuales los chicos permanecieron en absoluto silencio; entonces, el torbellino volvió a crearse, girando cada vez a mayor velocidad. De repente, el agujero escupió el cuerpo de Hank. Vicent se levantó atónito para ayudar a salir del agua a su hermano. Hank intentaba nadar hasta la superficie costosamente. Por fin pudo salir. Cuando Gary apreció su rostro, ya era demasiado tarde. La maldad se reflejaba en él. Aquel no era Hank Scott, ahora pertenecía a la ninfa, o lo que fuera. <<Ella lo está utilizando de cebo, para que caigamos en la misma trampa>> pensó Gary, al mismo tiempo que tiraba del brazo de Randy para poder huir juntos. No pudo hacer nada con Vicent, ya lo tenía atrapado.
Rápidamente, Gary y Randy corrieron tanto como pudieron y se adentraron en el bosque. Pero una vez dentro, Gary se dio cuenta de que se olvidaban de algo.
— ¡El libro! —gritó levemente— no podemos dejarlo ahí. Tengo que ir a por él.
— No lo necesitamos, en serio, Gary. Si vuelves al río, tal vez no nos volvamos a ver. No vayas, por favor.
— Necesitamos recuperarlo, por si encontramos dentro de algún tiempo a alguien que pueda ayudarnos a descifrarlo.
Randy sentía mucho miedo y no quiso quedarse solo en el bosque. Ambos marcharon de vuelta al lugar donde habían dejado depositado el libro maldito. Por suerte estaba debajo del roble, en el que dejaron sus mochilas al llegar. Entonces, observaron una escena que recordarían el resto de sus vidas: Vicent estaba inconsciente y sobre él estaba Hank agarrándolo del cuello con la mano izquierda y, en la derecha, sostenía con fuerza un gran peñasco, con el que le estaba aplastando la cabeza. Pudieron ver la arena manchada de color rojo y trozos de cerebro esparcidos por todas direcciones. Hank estaba tan sumido en la ira que le había propiciado aquella cosa que ni siquiera se percató de que habían vuelto a por el libro. Gary lo introdujo en su mochila y corrieron a través del bosque, dando resbalones y tropiezos. Eran las 18.00 y tenían que correr para poder contarles lo sucedido a sus madres. Cada vez que se partía una rama o que algún animal se removía de sus cobijos, los chicos se sobresaltaban. Pasaron cerca de la cascada y percibieron que algo en ella había cambiado. El agua que caía ya no se asemejaba al velo de una novia, sino que era de color rojo oscuro, color sangre. Randy y Gary no creían lo que estaban viendo; sin embargo, no quisieron pararse ni un minuto más por aquel lugar. Lograron alcanzar el rincón escondido, donde habían dejado aparcadas las bicicletas. Se subieron cada uno en la suya y marcharon, dejando atrás las otras dos, hasta que salieron a la Carretera 44. Antes de partir dirección al pueblo, Randy se volvió hacia Gary:
—Será mejor que no mencionemos esto a nadie. —propuso a su mejor amigo. En sus ojos permanecía todavía el terror— Si la madre de los hermanos Scott nos pregunta por ellos, podemos decirle que nosotros volvimos antes a casa para ayudar a nuestras madres con los preparativos de la cena de esta noche y ellos quisieron quedarse pescando un rato más.
Gary pensó que podría ser una buena idea, ya que, si contaban lo que les acababa de pasar, nadie los creería y los mandarían directamente a un centro de menores o, peor aún, a un manicomio. El trayecto de vuelta a casa se les hizo más largo de la cuenta. Randy lo acompañó hasta la valla de su casa. Se despidieron y prometieron no contarle esa historia a nadie, por muy terrorífica que resultara. Los dos aceptaron y chocaron sus puños.
Atravesó el jardín, que se encontraba humedecido todavía por pequeñas gotas de lluvia. Bordeó la casa por la parte derecha. Imaginó que su madre estaría en la cocina realizando los últimos preparativos y que si llamaba por la puerta delantera, tal vez no escucharía el timbre. El Rock & Roll sonaba en su vieja radio a todo volumen. <<Seguro que está ahí>> pensó mientras caminaba. Gracias a los últimos rayos del día, Gary distinguió volar por el cielo una gran bandada de cuervos y entonces recordó algo que leyó horas atrás en el río: Quiere ascender y arrancar el vuelo. Su cuerpo empezó a temblar. Consiguió llegar a la puerta trasera sin derramar una sola lágrima, puesto que no quería ser descubierto, ni siquiera por su madre. Golpeó la puerta con los nudillos, esperó un rato, nada. Seguramente, la señora Hughes se habría quedado dormida en la butaca exhausta, como ocurría en casi todas las fiestas. Corrió hacia el porche y tocó el timbre. Entonces se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Se asomó tímidamente al recibidor. Al fondo del pasillo se veía la luz de la cocina encendida.
— ¡Mamá! ¡Ya estoy aquí! —alzó la voz desde la puerta, intentando disimular su terror— ¿Dónde estás?
— ¡Pequeño, estoy en la cocina! —contestó Catherine Hughes mientras bajaba el volumen de la radio. — ¡Deja la puerta encajada, por favor!
Suspiró aliviado y se dirigió a la cocina. Olía a comida recalentada del día anterior. Al entrar, pudo ver a su madre más arreglada de lo normal. Se había puesto un vestido negro de tirantes, que le cubría hasta las rodillas, unos tacones rojos y la gargantilla que Charlie Hughes le regaló, cuando eran novios, brillaba en su pecho. También se había peinado y llevaba una diadema. Los labios estaban coloreados de carmín. Gary la miró sorprendido. La señora Hughes no se arreglaba ni en las ocasiones más especiales. Removía una cacerola con salsa de almendras.
— Ya está todo listo. —miró a su hijo con expresión ausente— ¡Vamos! Ayúdame con los platos. El mantel, los cubiertos, las copas y las servilletas ya están en la mesa. Solo queda la comida.
— ¡A sus órdenes! —Gary sonrió sin ganas— Pero mamá, no entiendo por qué has hecho tantísima comida. Sabes que el año pasado sobró y tuvimos que llevarlo al comedor social. El año anterior tam…
— Es que hoy tenemos invitados especiales, cariño. —interrumpió Catherine. Gary la miró con preocupación. Temía que su madre ya hubiera encontrado el sustituto de su padre. Que seguramente estaría obseso, si era capaz de engullir todo lo que había preparado— Vamos, ayúdame con el pavo. Lo llevaremos entre los dos.
Ambos agarraron los extremos de la bandeja. Era una bandeja enorme de plata, que contenía un pavo gigantesco de unos veinte o treinta kg. A Gary le pareció una escena bastante cómica. Hicieron un gran esfuerzo, al levantar el monstruoso pavo de la mesa de la cocina. Cuando entraron al comedor, el chico se quedó bastante sorprendido: No estaba el sustituto de su padre, pero tampoco había nadie más. <<Sinceramente, creo que mi madre cada día que pasa está más chiflada>>se dijo Gary. Este año no solo había preparado un sitio de más vacío, sino tres. Se sentaron alrededor de la mesa redonda. Las servilletas estaban delicadamente dobladas. Todos los cubiertos y copas habían sido colocados en su posición correcta. La televisión apagada, por supuesto, para que los comensales pudieran conversar sin interrupción.
— Mamá, estás loca de remate. —un segundo después se tapó la boca con las manos. Había pensado en voz alta y eso le conllevaría un buen castigo— Lo siento, no quise ofenderte.
Otro día cualquiera, Catherine Hughes hubiera respondido gritando, tirándose de los pelos o tal vez le habría arrojado la bandeja con el pavo de treinta kg a la cabeza; sin embargo, <<hoy tenían invitados especiales>>.
— Contrólate, cielo, que los invitados acaban de entrar. —y, en cuanto lo decía, la puerta de la entrada, que había dejado encajada el pequeño Gary, se abría y se cerraba. — ¡Pasen, por favor! Estamos en el comedor. Primera habitación a la derecha.
Nadie respondió. La puerta del comedor estaba totalmente abierta. No se escuchaban pasos, ni siquiera un murmullo. Intentó no prestar atención a los brotes esquizofrénicos de su madre. Una vez le dijo el doctor Smith que no le hiciera mucho caso a sus fantasías, si no quería terminar como una cabra él también. No lo dijo con aquellas palabras, pero más o menos fue así.
— Ya vienen, ¿los oyes? —insistió la señora Hughes y Gary empezó a escuchar los pasos de unos pies descalzos— He invitado a una vieja amiga de la infancia, Madeleine. Hace muchísimos años que no sé nada de ella. Es más, ¡pensé que un pervertido la había asesinado en el río!
Gary empezó a llorar silenciosamente con la cabeza gacha. No podía creer lo que estaba escuchando. ¿Sería posible que su propia madre le hubiera preparado una encerrona?
— Oh, Gary, no llores… —lo consoló como si todavía lo quisiera. —No solo ha venido ella, ¿no ves que he preparado dos asientos más? Son para tus amigos, los hijos de los Scott, Vicent y Hank… con los que hoy has ido de excursión.
<<Está bien… Esto no es una simple coincidencia. Vienen a por mí, porque yo soy el que tiene el libro. Y mi madre es tan débil mentalmente que la han hipnotizado… ¡Papá desearía que estuvieras aquí!>> pensó. Y, en ese mismo instante, una mano tocó su hombro.
— ¿Papá? —giró su cabeza y pudo ver la horrible mano putrefacta sin uñas, cuyas venas se confundían con las plantas que permanecían adheridas a su piel.
Gritó, pero no pudo moverse, ya que estaba paralizado de nuevo. Miró a su madre y apreció que las cuencas de sus ojos estaban vacías y de ellas brotaban plantas. Hank y Vicent Scott tenían el mismo aspecto. Ella permanecía detrás de él.
Si alguna vez te encuentras con ella, mírala a los ojos y encontrarás la respuesta. Mira detrás de ti.
La señora Colleman miró a los críos con resignación.
— ¡Tengan unas felices fiestas! Y, por supuesto, no olviden hacer los deberes. A la vuelta los corregiremos.
Los chicos rieron y salieron corriendo unos detrás de los otros. Gary fue el último en salir. Cuando la clase quedó desierta, la profesora sacó de su bolso granate una cajetilla de cigarrillos Winston y puso uno con delicadeza en sus finos labios ligeramente agrietados por el frío.
Gary caminaba meditativo por el arcén de la carretera. Ese día no quiso coger el bus escolar y decidió ir andando hasta casa, la cual se encontraba a 2 kilómetros de distancia. Esa Navidad sería la cuarta que celebrarían sin la presencia de su padre. Llevaba dos años que hacía lo mismo al salir de clase: Caminaba solo, observando los innumerables detalles de la naturaleza invernal, mientras recordaba la imagen de su difunto padre, imagen que con el paso de los años se iba emborronando en su joven memoria. Caminaba despacio. Deseaba que el camino se estirara hacia el infinito y poder estar andando un par de horas más que de costumbre. Sabía que, en cuanto llegara a casa, encontraría a su madre cocinando obsesivamente abundantes platos para la cena de Noche Buena. Desde la muerte de su padre, en todas las fiestas se comportaba igual: Cocinaba para unas veinte personas. Incluso ponía un plato y sus respectivos cubiertos para su padre, como si estuviera todavía presente en la mesa. Gary no comprendía el comportamiento de su madre. Sabía que estaba loca, pero la idea de que el espíritu de su padre estuviera sentado a su lado en la cena de Noche Buena era una cosa que realmente le hacía erizar su piel.
Después de pasear por el escurridizo arcén de la Carretera 44, pasó por el río. Escuchó el agua cayendo por la cascada. Divisó a lo lejos el tejado rojizo de su acogedora casa. El viento cada vez era más fuerte y frío. Le costaba andar y en un par de ocasiones sintió que el viento lo llevaba consigo. Por fin llegó a la valla que rodeaba su casa. Atravesó el jardín. Fue directamente hacia la puerta trasera, donde se encontraba la cocina. Golpeó enérgicamente con los nudillos la puerta de madera maciza. La señora Hughes abrió la puerta con cara de preocupación.
— Hijo, ¿por qué has tardado tanto? Te dejé muy claro que no me gusta que vengas solo por la carretera. Podría atropellarte un coche o algún pervertido sexual podría secuestrarte y vender tus órganos en algún país del Sur. ¿Quieres matarme de un infarto?
Gary no contestó. Se dirigió hacia la sala principal, para llamar a su mejor amigo, Randy. Esa tarde irían de expedición al río y jugarían a lanzarse piedras entre los matorrales, como de costumbre.
— ¿No piensas comer nada? —insistió Catherine Hughes mientras se llenaba una copa de vino hasta el borde.
—Ahora comeré, mamá. —Gruñó el pequeño— Primero quiero llamar a Randy para quedar con él esta tarde. Empieza sin mí.
Después de una larga conversación con el travieso Randy Russell, regresó a la cocina y comió un poco de pollo y coles de Bruselas, algo asqueado pero a la vez hambriento. Miró a su madre disimuladamente y percibió la imagen de una mujer que, a pesar de no llegar a los cuarenta años, parecía mucho más vieja. Llevaba un chándal que en algún momento fue de color rosa fucsia, pero que, a base de lavados, se fue transformando en un tono rosa palidecido, casi blanco. Su cabello era castaño con reflejos rojizos y lo tenía muy encrespado. Tal vez hoy no se había peinado. Catherine Hughes había caído en una horrible depresión justo después de la muerte de su marido, Charlie. A ello se le agregaba sus esporádicos brotes esquizofrénicos, que sufría desde la infancia. Antes no era un problema la leve esquizofrenia de la señora Hughes; sin embargo, tras la muerte de su marido, no solo se había despreocupado de su físico, sino también olvidaba tomarse su medicación con regularidad. Todo ello lo vivía Gary en su piel desde los nueve años. Muchas veces le recordaba que se tomara la medicación, pero nunca lograba nada, puesto que tan solo era un mocoso sin derecho a opinar, ni siquiera por el bien de su madre, a la cual cada día iba odiando con mayor intensidad. Catherine advirtió a su hijo que por la tarde no podría salir de expedición al campo, debido a que a partir de las cinco habría una gran tormenta y hasta el día siguiente no cesaría. Gary sabía que, cuando su madre le sugería que se quedase en casa, no era una mera sugerencia, era una sólida orden. Así que, después del almuerzo, volvió a llamar a su mejor amigo para aplazar el plan para la mañana siguiente.
— ¿Hola? —Gary identificó la voz de Edna Russell, la madre de Randy.
— Buenas, soy Gary. —dijo tímidamente— ¿Está Randy en casa? Quisiera hablar con él.
— ¡Ah! Hola Gary, no te reconocí. Acaba de ir a casa de los vecinos. Cuando regrese le digo que has llamado, ¿de acuerdo?
— Vale, señora Russell. —contestó mientras enredaba el cable del teléfono entre sus dedos— ¿Podría decirle que lo del río lo aplazamos para mañana por la mañana? Dice mi madre que esta tarde va a llover mucho.
— Claro, eso mismo le he dicho yo. De todos modos, cuando vuelva le diré que te llame. —respondió Edna— Por cierto, ¿cómo está tu madre?
— Está mejor. —no estaba mejor, pero a ella tampoco le importaba— ¿Quieres que te la pase?
— No importa, Gary, seguramente esté ahora descansando. Dale recuerdos de mi parte y dile que pronto iré a hacerle una visita.
— Yo se lo digo. Adiós.
— Adiós, pequeño. Le daré a Randy tu mensaje. —Colgaron el teléfono a la vez.
La tarde se le hizo interminable. La señora Hughes no paraba de cocinar, mientras cantaba viejas canciones de Rock & Roll y fumaba sin parar cigarrillos de liar, cuyo olor se alejaba mucho del olor de los cigarrillos de su profesora de Matemáticas. Con el paso de los años supo que lo que su madre fumaba no era tabaco. La casa se impregnó de una mezcla dulzona de olores: Pescado asado, patatas fritas, pollo con verduras, dulce de leche, cerdo frito con salsa agridulce, chile con carne,… En fin, un montón de comida que nadie se comería al día siguiente. Mientras tanto, el pequeño Gary jugaba con sus coches de juguete y observaba a las despampanantes mujeres de su serie favorita, Charlie’s Angels. Por fin sonó el reloj de la sala de estar. Las once en punto. Hora de dormir. <<Mañana será un gran día>> pensó Gary. Catherine seguía preparando la tarta que culminaría la gran cena.
Los primeros rayos de Sol atravesaron la ventana. Miró el despertador. Tan solo eran las 5:45am y la alarma sonaría sobre las 7:00am. No pudo seguir durmiendo. Siempre que salía de excursión se ponía muy nervioso y apenas dormía la noche de antes. Entonces decidió bajar a la cocina y servirse un gran tazón de leche con cereales Lucky Charms, sus favoritos. Cuando terminó su desayuno, se dirigió hacia el baño, para darse una ducha. Entonces pasó por la puerta de la sala de estar, la cual se encontraba abierta de par en par. Su madre estaba acostada en la butaca mientras sostenía una revista en su regazo, justo por la página del horóscopo. Le arrancó la revista de sus gruesos dedos amoratados por el frío y la dejó sobre la mesita; luego la cubrió con un gran edredón. <<Descansa>> susurró.
A las siete y media sonó el timbre de la puerta principal. Gary bajó las escaleras apresuradamente y, al abrir la puerta, se llevó una gran sorpresa: Randy no estaba solo. Dos chicos lo acompañaban montados en sus respectivas bicis. Eran los hermanos Scott, Vicent y Hank. Randy los había invitado a la expedición. Gary no había tratado mucho con aquellos chicos, puesto que eran de un curso superior al suyo. No le agradaba la idea de que aquellos muchachos fueran con ellos al río. No los conocía apenas y no le gustaba relacionarse con desconocidos, ni mucho menos irse a un lugar apartado del pueblo con ellos. Vicent no era un mal chico. Era estudioso y responsable, todo lo contrario al alocado de su hermano mellizo Hank, fanático de los deportes y de las chicas. Cuando Gary sacó la bicicleta del sótano, su madre se asomó al porche y le lanzó una mirada de advertencia. <<Ten cuidado, hijo>> quiso decir, pero permaneció en silencio. Gary entendió a la perfección su mirada. Los cuatro chicos partieron.
El trayecto se les hizo un poco largo. Fueron prudentes, ya que el asfalto de la carretera estaba aún húmedo y escurridizo, debido a la tormenta de la noche anterior. Se desviaron hacia la derecha, introduciéndose en el bosque. Avanzaron por un camino, que ellos mismos habían hecho entre la maleza días atrás. Randy y él solían ir al río los fines de semana y allí pescaban, jugaban al escondite y, en alguna ocasión, hacían una hoguera y contaban historias de terror. Era una especie de ritual para ellos, una manera de librarse del estrés escolar y de las voces de sus madres, ambas amigas desde la infancia y un poco desequilibradas. A su paso escuchaban algún que otro roedor removerse en sus cálidas madrigueras, las ramas secas crujían aplastadas por las ruedas de las bicis y el aire parecía susurrar en ocasiones la palabra <<peligro>>. Todo estaba muy tranquilo, demasiado; pero era invierno y se entendía. La naturaleza en esa época del año permanece muerta, o casi.
Pasaron por un gran charco de agua y barro. Se pusieron perdidos. Aparcaron las bicicletas detrás de unos matorrales, para que ningún merodeador se las robaran. Eso les ocasionaría una gran disputa con sus respectivos padres. Tomaron una senda escondida. Caminaban en fila india: Primero Randy y Gary, que eran los conocedores de la ruta, después Hank y, por último, Vicent, que andaba distraído.
— No entiendo por qué has querido venir, Vicent. —Le recriminó su hermano— El bosque está hecho para hombres de verdad y tú eres una nenaza.
— Te recuerdo que el que sigue orinándose en la cama eres tú. —se mofó Vicent. En aquel momento, Hank paró en seco, se volvió hacia su hermano y le propinó un buen puñetazo en el brazo izquierdo. Gary y Randy rieron, Vicent no tanto.
Ya se escuchaba la cascada. Estaban cerca, solo les quedaba unos cien pasos más. Conforme se iban aproximando al río, el entorno adquiría una mayor humedad. Gary se subió la cremallera del anorak y se tapó el rostro hasta los ojos con su bufanda verde botella. Pasaron cerca de la cascada. El agua que caía por ella parecía la seda de un velo de novia y su sonido era tan relajante e hipnotizador… Randy quería llevarlos hasta una zona donde había unas grandes rocas, en las que se podrían sentar los cuatro exploradores y observar desde sus tronos el inmenso y hermoso río. Llegaron a su destino. Los chicos soltaron sus mochilas y sus cañas de pescar. <<Hoy será un gran día>> pensó Gary, esta vez en voz alta.
Los hermanos Scott seguían discutiendo. Randy se acomodó en una dura roca y, con un palo, empezó a quitarse el barro que se le había pegado en la suela de sus botas. Gary estaba sentado justo a su lado.
— No paran de pelearse. —dijo Gary, mientras preparaba su caña de pescar.
Randy dejó de limpiarse las botas. Sospechó que en el camino de vuelta a casa volvería a ensuciárselas, así que era una estupidez limpiarlas en ese momento. Miró a los ojos de Gary.
— Sé que no te ha gustado que vinieran estos dos con nosotros, pero les he dicho que nos acompañen porque tienen algo que te encantará. —aseguró Randy— ¿Recuerdas que este verano te conté que hace años vivió una mujer muy rara en el pueblo? La que tenía una casa cerca del cementerio. Pues, como la señora murió hace un par de años y no tenía ningún familiar cercano, la casa quedó totalmente abandonada. Así que Hank decidió echar un vistazo a ver que encontraba. Y encontró algo, vaya que si lo encontró. No te lo vas a creer, Gary. Pero tenemos que esperar a que ellos quieran enseñártelo.
— Vale. —sonrío Gary Hughes— Solo espero que no sean fotografías de la vieja en ropa interior.
Gary soltó una carcajada semejante a un ladrido; sin embargo, Randy no lo acompañó, permanecía serio mirándolo a los ojos. En su rostro se dibujó una mueca que no le agradó nada a Gary.
— Esta vez no estoy bromeando. —Repuso Randy— Pero ahora vamos a preparar las cosas para pescar o podemos hacer la hoguera ya, si quieres.
La mañana transcurrió vertiginosamente hasta alcanzar las doce del mediodía. Los chicos sacaron sus bocadillos envueltos cuidadosamente en film transparente y comieron con apetito. El cielo se cubrió con nubes grisáceas y las sombras de los árboles se fueron desvaneciendo poco a poco. Después del banquete, Hank cogió de su desgastada mochila unas latas de cerveza y un paquete de cigarrillos Pall Mall. Abrió una lata, bebió y se la pasó a Randy. Randy se la pasó a Gary. Lo mismo hizo con el cigarrillo. Vicent estaba apoyado en el tronco de un árbol deshojado y los observaba por encima de su cómic de Scooby Doo. No pudo evitar una gran carcajada cuando a Gary le dio un ataque de tos al probar su primera calada. Los hermanos Scott dejaron de discutir entre ellos hacía tiempo y congeniaron bastante bien con los otros dos chicos.
De repente, Vincent se levantó y se apartó del árbol que le había estado sirviendo de respaldo, caminó hacia su mochila y guardó su cómic. Se acercó a los muchachos con una sonrisa socarrona. Con torpeza, se sentó en el corrillo que habían formado alrededor de una pequeña fogata.
— Gary, ¿te gustan las historias de terror? —dijo mientras acercaba las manos al fuego para calentárselas. —Mi hermano y yo tenemos una que te va a encantar. Es real, ¿sabes?
Gary lo miró con los ojos muy abiertos. ¡Claro que le encantaba las historias de miedo! Pero la seriedad en el rostro de Vicent le hizo pensar al joven Hughes que su historia no tenía nada que ver con el hombre del saco o con el payaso de debajo de la cama.
—Claro. —contestó casi susurrando.
— Hank, tráelo. —ordenó Vicent a su hermano.
Se levantó y fue hacia su mochila, que se encontraba bajo la sombra de un gran roble. Sacó un libro de bolsillo, aunque bastante voluminoso. Estaba forrado con piel y en ella estaban grabados diversos símbolos, la mayoría de los cuales Gary no pudo reconocer. Una gran circunferencia con una estrella invertida ocupaba toda la portada.
En ese momento, Hank se convirtió en el centro de atención de los muchachos. Contó cómo había roto la ventana del baño de la casa de Elly Kedward y se había adentrado a las profundidades de la polvorienta y deteriorada casa. Presumía de cómo había esquivado las grandes ratas que correteaban por los pasillos. Mató tres, aunque seguramente estaba exagerando y se limitó a correr hasta llegar a su objetivo: El desván. Elly Kedwar era una anciana que vestía con ropas estrafalarias, coja de un pie y con los ojos fríos y grises. Gary no la recordaba, ya que había muerto ocho años atrás y, en aquella época, tan solo tendría unos cinco años. No se sabía con exactitud cuál era la tierra natal de la señora Kedwar, lo único que se rumoreaba de ella era que hacía sesiones de magia negra detrás de su casa. Fue viuda de tres maridos distintos. Según los vecinos, hacía que las embarazadas perdieran a su bebé, si les guiñaba el ojo. Además, en el año 1970, dos niños desaparecieron en el pueblo. Decían que la anciana los había secuestrado para extraer su sangre, que seguramente le serviría para hacer rituales satánicos e invocar a sus difuntos maridos. Los más supersticiosos la miraban por encima del hombro, con preocupación. A Gary le extrañó que su madre no le hubiera hablado nunca de aquella mujer. Las embarazadas ni siquiera se atrevían a mirarla a los ojos. Los niños eran los más valientes: algunos la insultaban y corrían para que ésta no los alcanzara, otros iban a tirar piedras a las grandes vidrieras de su casa. Elly Kedwar también fue la protagonista de varios escándalos en el pueblo y alrededores: En una ocasión, había ido a la frutería a comprar totalmente desnuda y, cuando una joven le preguntó por qué no se había vestido, ella le respondió con un espantoso mordisco en la oreja. Y digo espantoso, porque casi que se la arrancó. Era una salvaje, o eso decían.
Hank le lanzó el libro a su hermano mellizo, que se encontraba justo en frente. Gary lo miraba embobado. Randy, que ya se conocía la historia, se había apartado a las rocas de la orilla y miraba distraído la corriente del río. Vicent continuó contando la historia:
<<Yo me quedé fuera. No me pareció buena idea entrar en una casa sin permiso alguno; pero me atraía la idea de conocer qué es lo que se escondía tras esos gruesos muros de cemento. No soy muy ágil, lo reconozco. Por ese mismo motivo le dije a mi hermano que saltara por la ventana del aseo, que es la que se encuentra más escondida. Nosotros actuamos así, ya sabéis, yo pienso y él hace el trabajo sucio ja, ja, ja. Yo me quedaría vigilando el camino de la entrada detrás de un espeso matorral, por si alguien pasaba por allí, poder avisar rápidamente a Hank. Cuando salió por la estrecha ventana del baño, traía la cara desencajada y estaba empapado de sudor. Encontró el libro en el desván, junto a unas cartas de tarot y un gato negro disecado. Espeluznante, ¿verdad? El libro parece auténtico, está escrito a máquina, aunque algunas páginas están escritas con tinta roja o sangre. No sabemos muy bien lo que es…>>
Luego, Vicent le dio el libro a Gary, para que le echara un vistazo. Lo abrió por la primera página sin mediar palabra. No tenía título, aunque observó una fecha: 08-11-1759. Pasó lentamente las páginas, contemplando los grabados. En ellos aparecían niños siendo quemados en una gran hoguera, diversas máquinas de torturas, seres con cuerpo humano y cabeza de cabra y, sobre todo, muchas mujeres fornicando con diablos. En las primeras páginas, había una serie de hechizos y conjuros para hacer el mal. Hubo una página que llamó su atención, la 141, escrita con tinta roja oscura que, como había dicho Vicent, podría ser sangre seca. Pronunció en voz alta lo que había escrito:
<<En lo más profundo del Averno, ella se esconde y acecha, tan fría y marchita. Aguarda y espera. Crees escuchar silbar el viento y es ellasusurrándote al oído la palabra “muerte”. Te persigue, te atrapa, te arrastra junto a ella. Quiere ascender y arrancar el vuelo. Si alguna vez te encuentras con ella, mírala a los ojos y encontrarás la respuesta. Mira detrás de ti>>.
Un suave viento los acarició bruscamente y azotó las ramas de los árboles, haciéndolas crujir. Se miraron entre ellos y permanecieron callados. Randy seguía en las rocas concentrado, mirando el curso del agua. Se volvió hacia ellos.
— ¡Chicos, tenéis que ver esto! —vociferó. Vicent, Hank y Gary se acercaron y subieron a una roca maciza y angulosa. — Mirad ahí, ¿qué coño serán esas burbujas?
Dirigieron la mirada justo donde estaba señalando. En una parte cercana a la ribera del río, había un pequeño remolino, del cual surgía una gran cantidad de minúsculas burbujas. Daba la sensación de que allí abajo había alguien con un traje de buzo, respirando gracias a una botella de aire comprimido. Pero el agua estaba cristalina y no se veía nada. Gary sintió un escalofrío.
— Puede que sea un pez. —le quitó importancia Gary. —O, tal vez, sea un remolino.
— El movimiento del agua en el río es algo muy frecuente. Aunque creas que está en total calma, en su interior siempre hay remolinos. —Lo tranquilizó Vicent— Por eso nos riñen nuestras madres cuando venimos a bañarnos en verano.
Todos rieron, hasta Randy, que ahora parecía más sereno. Se sentaron en la roca. Gary, que todavía sostenía el libro de cuero en sus manos, siguió hojeándolo. Entre tanto, los hermanos Scott y Randy lo miraban atento. El cielo se oscureció más aún y el viento volvió a gemir la palabra <<peligro>>. Escogió otra página al azar, en esta ocasión mecanografiada, y volvió a leer en voz alta:
<<En el nombre de Satán, el Señor de las Moscas, el Rey del Inframundo, ordeno a las fuerzas de la Oscuridad que viertan sobre Mí su poder Infernal.
Abrid de par en par las Puertas del Infierno y salid del Abismo para saludarme…
— Deberíamos parar. —interrumpió Randy con los ojos espantados, apuntando con el dedo índice el presunto remolino.
Efectivamente, donde se hallaban las pompas, el agua iba adquiriendo una textura viscosa y de color verdoso. Las esferas crecieron considerablemente, ascendían desde la profundidad y estallaban en la superficie, haciendo un ruido un tanto desagradable. Gary no apartó la mirada del libro maldito y continuó:
…He tomado vuestros nombres como míos. Vivo como las bestias del campo regocijándome en la vida carnal. Devuelve a la vida a este trozo de carne podrida.
Oh, Señor de las Moscas, devuélvenos esta alma impura.
Por todos los Dioses del Averno, ordeno que todo lo que diga suceda>>.
Las burbujas explotaban con violencia, produciendo un sonido semejante a los globos de goma de mascar al reventar. Un sonido que odiaba la señora Colleman y que, a partir de ese día, Gary odiaría aún más. Los chicos aterrados bajaron de la roca cuidadosamente, para no abrirse la crisma. La bordearon por la derecha y miraron boquiabiertos el enorme torbellino que se había generado de un momento a otro sobre aquellas tétricas y desagradables pompas. Se trataba de una espiral que giraba sin cesar en sentido contrario a las agujas del reloj. En el centro había un oscuro agujero que parecía conducir hasta el más allá.
En lo más profundo del Averno, ella se esconde y acecha, tan fría y marchita. Aguarda y espera.
Abrid de par en par las Puertas del Infierno y salid del Abismo para saludarme…
Fueron rápidamente hasta sus pertenencias, situadas debajo del viejo roble que se encontraba a unos veinte metros de distancia. Hank estaba muy extraño: le brillaban los ojos demasiado y en su cara se dibujaba una extraña mueca torcida. Una expresión que nunca había mostrado antes a su mejor amigo, Gary.
— No perdamos la calma —recomendó Vicent con los ojos inundados en lágrimas. —Debemos recoger todo y que no se nos olvide nada, sino nuestros padres nos matarán. En ese momento, Gary se alegró de no tener padre y, rápidamente, recordó que a él le esperaba algo mucho peor: grandes montañas de comida que tendría que comer sin rechistar. De lo contrario, sufriría otro ataque de histeria de su madre. Y, entonces, en ese momento, deseó no tener madre.
Hank y Gary hicieron caso y empezaron a recoger lo más rápido que pudieron. Entretanto, Randy seguía mirando el gran torbellino sin parpadear apenas. Gary se acercó a Randy y le tiró del brazo, llevándolo junto a ellos. Le inquietaba la actitud que estaba teniendo desde que había visto las dichosas burbujas; parecía hipnotizado. En esta ocasión, el viento se levantó intensamente, emitiendo un sonido muy parecido a un ronco murmullo.
Crees escuchar silbar el viento y es ella susurrándote al oído la palabra <<muerte>>.
Cuando todo estaba recogido, los chicos visualizaron de lejos el torbellino. Continuaba rotando; sin embargo, la intensidad de rotación fue disminuyendo. Con las mochilas a la espalda y las cañas de pescar sobre el hombro se dirigieron hacia el camino de vuelta; pero, justo en el momento en el que se iban a introducir en el denso bosque, un grito de mujer les hizo pegar un gran salto. Todos se volvieron y de nuevo dirigieron la vista hacia el torbellino. La voz había surgido de allí. Hubo un momento de silencio. La cascada se escuchaba a lo lejos. Inconscientemente, los cuatro muchachos se acercaron poco a poco a la orilla. Una fuerza invisible los atraía hacia el remolino y su inmenso agujero central. Gary pudo distinguir algo que salía del remolino. Las burbujas viscosas volvieron a explotar violentamente. Unas manos afloraron al exterior. Eran blancas, marcadas con gruesas venas azules, y estaban arrugadas y agrietadas. No tenía uñas, tan solo diez huecos ensangrentados, en los que alguna vez estuvieron.
Devuelve a la vida a este trozo de carne podrida.
Oh, Señor de las Moscas, devuélvenos este alma impura.
Se encontraban a unos diez metros de distancia del agua. Gary estaba paralizado; no sabía bien si por el miedo o porque esa cosa tenía verdaderos poderes hipnotizadores. El resto de chicos también permanecieron inmóviles. Después de las manos, asomaron unos brazos excesivamente pálidos y descarnados, luego una larga cabellera negra y grasienta. Al observar su rostro, el corazón de Gary aceleró sus latidos a una velocidad sorprendente. Se trataba de una cara arrugada e hinchada por haber estado bajo el agua durante años, o tal vez siglos. Tenía las cuencas oculares vacías y de ellas brotaban unas finas y prolongadas plantas acuáticas. De sus oídos, nariz y boca también sobresalían plantas, que recorrían su rostro y terminaban enredándose en su amoratado cuello. Estaba desnuda. Las plantas acuáticas no solo estaban presentes en su cara, sino también en su cuerpo: Se dio cuenta que un apelmazado matojo de plantas alargadas surgían del interior de su entrepierna y se deslizaban por sus piernas, rodeando sus tobillos, que también estaban morados, y oprimiéndolos. De los dilatados poros de su corrompida piel brotaba abundante agua. Gary pensó que podía ser una especie de ninfa, mitad humana y mitad planta. Observó que Hank se aproximaba al río. La dama acuática alzó sus brazos, llamando su atención. Entonces escuchó la voz alterada de Vicent, que continuaba quieto a su derecha:
— ¡No vayas con ella, por favor! —gritó hasta que su grito se convirtió en llanto, al ver que su hermano no hacía caso alguno y ya se había aferrado a la húmeda mano de la ninfa.
Te persigue, te atrapa, te arrastra junto a ella.
Hank se sumergió en el ojo del torbellino y ella después. Vicent corrió hacia el río. Randy y Gary fueron detrás de él y consiguieron que no se sumergiera en aquellas aguas burbujeantes. Entonces el río quedó en calma. Todo había sido tan extraño, que parecía un sueño. Estaban confusos, sentados en la orilla del río, como si aún esperaran que Hank volviera para regresar juntos a casa. Y, ciertamente, fue lo que ocurrió: Pasaron diez minutos, en los cuales los chicos permanecieron en absoluto silencio; entonces, el torbellino volvió a crearse, girando cada vez a mayor velocidad. De repente, el agujero escupió el cuerpo de Hank. Vicent se levantó atónito para ayudar a salir del agua a su hermano. Hank intentaba nadar hasta la superficie costosamente. Por fin pudo salir. Cuando Gary apreció su rostro, ya era demasiado tarde. La maldad se reflejaba en él. Aquel no era Hank Scott, ahora pertenecía a la ninfa, o lo que fuera. <<Ella lo está utilizando de cebo, para que caigamos en la misma trampa>> pensó Gary, al mismo tiempo que tiraba del brazo de Randy para poder huir juntos. No pudo hacer nada con Vicent, ya lo tenía atrapado.
Rápidamente, Gary y Randy corrieron tanto como pudieron y se adentraron en el bosque. Pero una vez dentro, Gary se dio cuenta de que se olvidaban de algo.
— ¡El libro! —gritó levemente— no podemos dejarlo ahí. Tengo que ir a por él.
— No lo necesitamos, en serio, Gary. Si vuelves al río, tal vez no nos volvamos a ver. No vayas, por favor.
— Necesitamos recuperarlo, por si encontramos dentro de algún tiempo a alguien que pueda ayudarnos a descifrarlo.
Randy sentía mucho miedo y no quiso quedarse solo en el bosque. Ambos marcharon de vuelta al lugar donde habían dejado depositado el libro maldito. Por suerte estaba debajo del roble, en el que dejaron sus mochilas al llegar. Entonces, observaron una escena que recordarían el resto de sus vidas: Vicent estaba inconsciente y sobre él estaba Hank agarrándolo del cuello con la mano izquierda y, en la derecha, sostenía con fuerza un gran peñasco, con el que le estaba aplastando la cabeza. Pudieron ver la arena manchada de color rojo y trozos de cerebro esparcidos por todas direcciones. Hank estaba tan sumido en la ira que le había propiciado aquella cosa que ni siquiera se percató de que habían vuelto a por el libro. Gary lo introdujo en su mochila y corrieron a través del bosque, dando resbalones y tropiezos. Eran las 18.00 y tenían que correr para poder contarles lo sucedido a sus madres. Cada vez que se partía una rama o que algún animal se removía de sus cobijos, los chicos se sobresaltaban. Pasaron cerca de la cascada y percibieron que algo en ella había cambiado. El agua que caía ya no se asemejaba al velo de una novia, sino que era de color rojo oscuro, color sangre. Randy y Gary no creían lo que estaban viendo; sin embargo, no quisieron pararse ni un minuto más por aquel lugar. Lograron alcanzar el rincón escondido, donde habían dejado aparcadas las bicicletas. Se subieron cada uno en la suya y marcharon, dejando atrás las otras dos, hasta que salieron a la Carretera 44. Antes de partir dirección al pueblo, Randy se volvió hacia Gary:
—Será mejor que no mencionemos esto a nadie. —propuso a su mejor amigo. En sus ojos permanecía todavía el terror— Si la madre de los hermanos Scott nos pregunta por ellos, podemos decirle que nosotros volvimos antes a casa para ayudar a nuestras madres con los preparativos de la cena de esta noche y ellos quisieron quedarse pescando un rato más.
Gary pensó que podría ser una buena idea, ya que, si contaban lo que les acababa de pasar, nadie los creería y los mandarían directamente a un centro de menores o, peor aún, a un manicomio. El trayecto de vuelta a casa se les hizo más largo de la cuenta. Randy lo acompañó hasta la valla de su casa. Se despidieron y prometieron no contarle esa historia a nadie, por muy terrorífica que resultara. Los dos aceptaron y chocaron sus puños.
Atravesó el jardín, que se encontraba humedecido todavía por pequeñas gotas de lluvia. Bordeó la casa por la parte derecha. Imaginó que su madre estaría en la cocina realizando los últimos preparativos y que si llamaba por la puerta delantera, tal vez no escucharía el timbre. El Rock & Roll sonaba en su vieja radio a todo volumen. <<Seguro que está ahí>> pensó mientras caminaba. Gracias a los últimos rayos del día, Gary distinguió volar por el cielo una gran bandada de cuervos y entonces recordó algo que leyó horas atrás en el río: Quiere ascender y arrancar el vuelo. Su cuerpo empezó a temblar. Consiguió llegar a la puerta trasera sin derramar una sola lágrima, puesto que no quería ser descubierto, ni siquiera por su madre. Golpeó la puerta con los nudillos, esperó un rato, nada. Seguramente, la señora Hughes se habría quedado dormida en la butaca exhausta, como ocurría en casi todas las fiestas. Corrió hacia el porche y tocó el timbre. Entonces se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Se asomó tímidamente al recibidor. Al fondo del pasillo se veía la luz de la cocina encendida.
— ¡Mamá! ¡Ya estoy aquí! —alzó la voz desde la puerta, intentando disimular su terror— ¿Dónde estás?
— ¡Pequeño, estoy en la cocina! —contestó Catherine Hughes mientras bajaba el volumen de la radio. — ¡Deja la puerta encajada, por favor!
Suspiró aliviado y se dirigió a la cocina. Olía a comida recalentada del día anterior. Al entrar, pudo ver a su madre más arreglada de lo normal. Se había puesto un vestido negro de tirantes, que le cubría hasta las rodillas, unos tacones rojos y la gargantilla que Charlie Hughes le regaló, cuando eran novios, brillaba en su pecho. También se había peinado y llevaba una diadema. Los labios estaban coloreados de carmín. Gary la miró sorprendido. La señora Hughes no se arreglaba ni en las ocasiones más especiales. Removía una cacerola con salsa de almendras.
— Ya está todo listo. —miró a su hijo con expresión ausente— ¡Vamos! Ayúdame con los platos. El mantel, los cubiertos, las copas y las servilletas ya están en la mesa. Solo queda la comida.
— ¡A sus órdenes! —Gary sonrió sin ganas— Pero mamá, no entiendo por qué has hecho tantísima comida. Sabes que el año pasado sobró y tuvimos que llevarlo al comedor social. El año anterior tam…
— Es que hoy tenemos invitados especiales, cariño. —interrumpió Catherine. Gary la miró con preocupación. Temía que su madre ya hubiera encontrado el sustituto de su padre. Que seguramente estaría obseso, si era capaz de engullir todo lo que había preparado— Vamos, ayúdame con el pavo. Lo llevaremos entre los dos.
Ambos agarraron los extremos de la bandeja. Era una bandeja enorme de plata, que contenía un pavo gigantesco de unos veinte o treinta kg. A Gary le pareció una escena bastante cómica. Hicieron un gran esfuerzo, al levantar el monstruoso pavo de la mesa de la cocina. Cuando entraron al comedor, el chico se quedó bastante sorprendido: No estaba el sustituto de su padre, pero tampoco había nadie más. <<Sinceramente, creo que mi madre cada día que pasa está más chiflada>>se dijo Gary. Este año no solo había preparado un sitio de más vacío, sino tres. Se sentaron alrededor de la mesa redonda. Las servilletas estaban delicadamente dobladas. Todos los cubiertos y copas habían sido colocados en su posición correcta. La televisión apagada, por supuesto, para que los comensales pudieran conversar sin interrupción.
— Mamá, estás loca de remate. —un segundo después se tapó la boca con las manos. Había pensado en voz alta y eso le conllevaría un buen castigo— Lo siento, no quise ofenderte.
Otro día cualquiera, Catherine Hughes hubiera respondido gritando, tirándose de los pelos o tal vez le habría arrojado la bandeja con el pavo de treinta kg a la cabeza; sin embargo, <<hoy tenían invitados especiales>>.
— Contrólate, cielo, que los invitados acaban de entrar. —y, en cuanto lo decía, la puerta de la entrada, que había dejado encajada el pequeño Gary, se abría y se cerraba. — ¡Pasen, por favor! Estamos en el comedor. Primera habitación a la derecha.
Nadie respondió. La puerta del comedor estaba totalmente abierta. No se escuchaban pasos, ni siquiera un murmullo. Intentó no prestar atención a los brotes esquizofrénicos de su madre. Una vez le dijo el doctor Smith que no le hiciera mucho caso a sus fantasías, si no quería terminar como una cabra él también. No lo dijo con aquellas palabras, pero más o menos fue así.
— Ya vienen, ¿los oyes? —insistió la señora Hughes y Gary empezó a escuchar los pasos de unos pies descalzos— He invitado a una vieja amiga de la infancia, Madeleine. Hace muchísimos años que no sé nada de ella. Es más, ¡pensé que un pervertido la había asesinado en el río!
Gary empezó a llorar silenciosamente con la cabeza gacha. No podía creer lo que estaba escuchando. ¿Sería posible que su propia madre le hubiera preparado una encerrona?
— Oh, Gary, no llores… —lo consoló como si todavía lo quisiera. —No solo ha venido ella, ¿no ves que he preparado dos asientos más? Son para tus amigos, los hijos de los Scott, Vicent y Hank… con los que hoy has ido de excursión.
<<Está bien… Esto no es una simple coincidencia. Vienen a por mí, porque yo soy el que tiene el libro. Y mi madre es tan débil mentalmente que la han hipnotizado… ¡Papá desearía que estuvieras aquí!>> pensó. Y, en ese mismo instante, una mano tocó su hombro.
— ¿Papá? —giró su cabeza y pudo ver la horrible mano putrefacta sin uñas, cuyas venas se confundían con las plantas que permanecían adheridas a su piel.
Gritó, pero no pudo moverse, ya que estaba paralizado de nuevo. Miró a su madre y apreció que las cuencas de sus ojos estaban vacías y de ellas brotaban plantas. Hank y Vicent Scott tenían el mismo aspecto. Ella permanecía detrás de él.
Si alguna vez te encuentras con ella, mírala a los ojos y encontrarás la respuesta. Mira detrás de ti.