—Mordiggian es el dios de Zul-Bha-Sair—dijo el posadero con suntuosa solemnidad—. Ha sido el dios desde tiempos perdidos en sombras más profundas que los subterráneos de su negro templo para la memoria del hombre. No hay otro dios en Zul-BhaSair. Y todos los que mueren dentro de las murallas de la ciudad son consagrados a Mordiggian. Hasta los reyes y los magnates, cuando mueren, son dejados en manos de sus embozados sacerdotes. Esta es la ley y la costumbre. Dentro de un rato los sacerdotes vendrán a recoger a tu prometida.
—Pero Elaith no está muerta—protestó por tercera o cuarta vez el joven Phariom, con penosa desesperación—. Su enfermedad es tal que asume la inerte semejanza de la muerte. Dos veces antes de ahora ha yacido insensible, con sus mejillas pálidas y una inmovilidad en su propia sangre que apenas podía distinguirse de la tumba, y dos veces se ha despertado después de un intervalo de varios días.
El posadero, con aire de apreciativa incredulidad, observó a la muchacha que yacía blanca e inmóvil, como un lirio segado, sobre el lecho de la cámara abuhardillada pobremente amueblada.
—En tal caso no debieras haberla traído a Zul-Bha-Sair —advirtió en tono de búho irónico—. El médico la ha dado por muerta y su muerte ha sido notificada a los sacerdotes. Debe ir al templo de Mordiggian.
—Pero somos extranjeros, huéspedes por una noche. Venimos del país de Xylac, allá al norte, y esta mañana debiéramos haber seguido por Tasuun hacia Pharaad, la capital de Yoros, que se encuentra cerca del mar meridional. Ciertamente, tu dios no tiene ningún derecho sobre Elaith, aunque estuviese verdaderamente muerta.
—Todo aquel que muere en Zul-Bha-Sair es propiedad de Mordiggian—insistió el tabernero sentenciosamente—. Los forasteros no están exentos. El oscuro buche de su templo está eternamente abierto y ningún hombre, mujer ni niño, a través de los años, se ha evadido de su espera. Toda carne mortal debe convertirse, a su debido tiempo, en alimento del dios. Phariom se estremeció ante la untuosa y portentosa declaración.
—He oído cosas vagas sobre Mordiggian, una leyenda relatada por los viajeros en Xylac —admitió—. Pero había olvidado el nombre de su ciudad, y Elaith y yo entramos ignorantemente en Zul-Bha-Sair... Incluso si la hubiera conocido habría dudado de esta terrible costumbre que me cuentas... ¿Qué clase de deidad es ésta que imita a las hienas y a los buitres? Ciertamente, eso no es un dios, sino un vampiro.
—Ten cuidado no caigas en una blasfemia —advirtió el posadero—. Mordiggian es viejo y omnipotente como la misma muerte. Fue adorado en antiguos continentes, antes de que Zothique surgiera del mar. Por él nos salvamos de la corrupción y del gusano. De la misma forma que los pueblos de todos países entregan sus muertos a la llama que todo lo consume, nosotros, los de Zul-Bha-Sair, entregamos los nuestros al dios. Su santuario es terrible, un lugar de terror y sombras oscuras donde el sol no penetra, allí los sacerdotes llevan a los muertos y los depositan sobre una vasta mesa de piedra para que esperen su salida de la cámara interior donde habita. Ningún hombre vivo, aparte de los sacerdotes, lo ha visto alguna vez, y los rostros de los sacerdotes se ocultan bajo máscaras de plata; hasta sus manos están cubiertas, para que los hombres no puedan ver a aquellos que han visto a Mordiggian.
—Pero hay un rey en Zul-Bha-Sair, ¿no es cierto? Apelaré ante él contra esta odiosa y horrible injusticia. Ciertamente me escuchará.
—Phenquor es el rey, pero no podría ayudarte aunque lo desease. Tu apelación no será ni tan siquiera escuchada. Mordiggian está por encima de todos los reyes y su ley es sagrada. ¡Calla...! Ya llegan los sacerdotes.
Phariom, con el corazón enfermo por el terror y la crueldad del destino que amenazaba a su joven esposa en esta desconocida ciudad de pesadilla, oyó un siniestro y constante crujir de las escaleras que conducían a la buhardilla de la posada. El sonido se acercaba con una rapidez sobrehumana y cuatro extrañas figuras entraron en la habitación, pesadamente vestidas de un fúnebre color púrpura y llevando enormes máscaras de plata esculpidas a semejanza de cráneos. Era imposible adivinar su apariencia real, porque, como había insinuado el tabernero, incluso sus manos estaban ocultas por una especie de mitones y las túnicas purpúreas descendían formando sueltos pliegues que se arrastraban por debajo como las vendas de una momia desenroscándose. Había horror en ellos, del que las macabras máscaras sólo era una parte poco importante; un horror que residía principalmente en sus innaturales actitudes agazapadas; en la agilidad bestial con que se movían, sin ser molestados por sus farragosas vestiduras.
Entre ellos portaban un curioso ataúd, hecho de cintas de cuero entrelazadas con huesos monstruosos que servían de armazón y sujeción. La piel estaba grasienta y ennegrecida, como por largos años de uso mortuorio. Sin dirigir la palabra ni a Phariom ni al posadero, y sin ningún tipo de espera o formalidad, avanzaron hacia el lecho donde yacía Elaith. Indiferente a su más que formidable aspecto y totalmente fuera de sí de pena e ira, Phariom sacó de su cinto un pequeño cuchillo, la única arma que poseía. Sin hacer caso del amenazador grito del tabernero, se lanzó salvajemente contra las embozadas figuras. Era rápido y musculoso, y además estaba vestido con un atuendo ligero y ceñido al cuerpo, lo que aparentemente le daría cierta ventaja. Los sacerdotes estaban de espaldas, pero como si hubiesen adivinado todas sus acciones, dos de ellos se volvieron con la rapidez del tigre, dejando caer los mangos de hueso que llevaban. Uno hizo caer el cuchillo de la mano de Phariom con un movimiento que el ojo apenas podía seguir en su serpenteante descenso. Después los dos le atacaron, haciéndole retroceder con terroríficos golpes de sus brazos escondidos bajo los mantos y acosándole por la habitación hacia una esquina vacía. Atontado por la caída, yació sin sentido durante unos minutos.
Recobrándose confusamente, contempló con ojos borrosos la masa del pesado tabernero inclinándose sobre él como una luna del color del sebo. El pensamiento de Elaith, más agudo que el golpe de una daga, le devolvió a una agonizante conciencia. Escudriñó temerosamente la penumbrosa habitación y vio que los enfajados sacerdotes habían desaparecido y que la cama estaba vacía. Oyó el rotundo y sepulcral graznido del posadero:
—Los sacerdotes de Mordiggian son misericordiosos, disculpan el frenesí y la pena de los recientemente afligidos por una pérdida. Has tenido suerte de que sean compasivos y considerados con las debilidades de los mortales.
Phariom se puso en pie de un salto, como si su amoratado y dolorido cuerpo hubiese sido alcanzado por un fuego repentino. Deteniéndose únicamente para recoger su cuchillo, que continuaba en medio de la habitación, se encaminó hacia la puerta. Le detuvo la mano del posadero, agarrándole, grasienta, por el hombro.
—Ten cuidado, no sea que sobrepases los límites de la bondad de Mordiggian. No es bueno seguir a sus sacerdotes..., y es peor penetrar en la mortal y sagrada penumbra de su templo.
Phariom apenas oía el consejo. Se liberó apresuradamente de los odiosos dedos y se volvió para marcharse, pero la mano le sujetó de nuevo:
—Por lo menos, págame el dinero que me debes por la comida y el alojamiento antes de partir—pidió el posadero—. También está el asunto del salario del médico, que yo puedo arreglar por ti si me confías la suma adecuada. Paga ahora..., porque no es seguro que regreses.
Phariom sacó la bolsa que contenía toda su riqueza en el mundo y llenó la palma que se engarfiaba avariciosamente ante él con monedas que no se detuvo a contar. Sin una palabra de despedida ni una mirada hacia atrás, descendió por las desgastadas y mohosas escaleras de aquella hostelería comida por los gusanos, como si le persiguiese un íncubu, y salió a las penumbrosas y serpenteantes calles de Zul-Bha-Sair. Quizá la ciudad se diferenciaba poco de las demás, excepto en que era más vieja y más oscura, pero para Phariom, en el extremo de la angustia, el camino que seguía era como un conjunto de corredores subterráneos que sólo conducían a un profundo y monstruoso osario. El sol había salido por encima de las apiñadas casas, pero a él le parecía que no había más luz que un resplandor perdido y engañoso, tal como el que desciende a las profundidades mortuorias. La gente seguramente era muy parecida a la de otros lugares, pero él los veía bajo un aspecto maléfico, como si fuesen vampiros y demonios que fuesen de un lado a otro con las actividades fantasmales de una necrópolis. En medio de su pena, recordó amargamente la tarde anterior, cuando al atardecer había entrado en Zul-Bha-Sair con Elaith, la muchacha montando el único dromedario que había sobrevivido su paso por el desierto septentrional y él caminando a su lado, cansado pero contento. La ciudad les había parecido una bella y desconocida metrópoli de ensueño, con el púrpura rosado del ocaso sobre sus murallas y cúpulas y los dorados ojos de las ventanas iluminadas; habían planeado descansar allí durante un día o dos, antes de reanudar el largo y arduo viaje a Pharaad, en Yoros. Este viaje fue emprendido únicamente por razones de necesidad. Phariom, un joven pobre de sangre noble, había sido exiliado a causa de las creencias políticas y religiosas de su familia, que no estaban de acuerdo con las del emperador reinante, Caleppos. Acompañado por su recién tomada esposa, Phariom salió en dirección a Yoros, donde algunas ramas amigas de la casa a la que pertenecía ya se habían establecido y le darían una acogida fraternal.
Viajaron con una gran caravana de mercaderes, dirigiéndose directamente al sur de Tasuun. Detrás de las fronteras de Xylac, entre las rojas arenas del desierto Celotio, la caravana había sido atacada por bandidos que mataron a muchos de sus componentes y dispersaron a los demás. Phariom y su esposa, escapando con sus dromedarios, se habían encontrado perdidos y solos en el desierto y, sin volver a encontrar el camino de Tasuun, tomaron por error otra ruta que conducía a Zul-Bha-Sair, una metrópoli rodeada de murallas en el extremo sudoriental del desierto, que no había estado incluida en su itinerario. Al entrar en Zul-Bha-Sair, la pareja se había detenido por razones de economía en una taberna del barrio más humilde. Allí, durante la noche, a Elaith le sobrevino el tercer ataque de la enfermedad cataléptica a la que era propensa. Los primeros ataques, que habían ocurrido antes de su matrimonio con Phariom, fueron reconocidos en su verdadera naturaleza por los médicos de Xylac y aliviados por un hábil tratamiento. Se esperaba que la enfermedad no volvería. Sin duda, este tercer ataque había sido provocado por las fatigas y penalidades del viaje. Phariom estaba seguro de que Elaith se recobraría, pero un doctor de Zul-Bha-Sair, llamado urgentemente por el posadero, insistió en que estaba realmente muerta, y en obediencia a la extraña ley de la ciudad, había informado sin tardanza de su muerte a los sacerdotes de Mordiggian. Las frenéticas protestas del esposo fueron por completo ignoradas.
Aparentemente había una diabólica fatalidad en toda la secuencia de circunstancias por la cual Elaith, todavía viva pero con el aspecto exterior de muerte que le daba su enfermedad, había caído en las garras de los devotos del dios de los muertos. Phariom ponderó esta fatalidad casi hasta la locura, mientras caminaba con una prisa furiosa y sin sentido a lo largo de las calles eternamente tortuosas y abarrotadas. A la escalofriante información recibida del tabernero fue añadiendo las leyendas, tardíamente recordadas, que había oído en Xylac. Ciertamente, mala y dudosa era la reputación de Zul-Bha-Sair; le maravilló haberle olvidado y se maldijo a sí mismo con negras maldiciones por su temporal, pero fatal, olvido. Mejor habría sido que él y Elaith hubiesen perecido en el desierto, antes que traspasar las amplias puertas que siempre permanecían abiertas, esperando a su presa, como era la costumbre en Zul-Bha-Sair. La ciudad era un importante centro comercial, donde viajeros de otras tierras llegaban, pero no se atrevían a quedarse a causa del repulsivo culto de Mordiggian, el invisible devorador de los muertos que se creía compartía sus provisiones con los enmascarados sacerdotes. Se decía que los cadáveres yacían durante días en el oscuro templo, sin ser devorados hasta que la corrupción hubiese comenzado. Y la gente hablaba de cosas peores que la necrofagia. Rituales blasfemos solemnemente representados en las cámaras infestadas de vampiros y cosas inombrables que hacían con los muertos antes de que Mordiggian los reclamase para sí. En todos los países alejados, el destino de aquellos que morían en Zul-Bha-Sair era una palabra horrorosa y una maldición. Pero para la gente de la ciudad, educada en la fe de aquel dios vampírico, era simplemente la forma usual y esperada de deshacerse de los muertos. Tumbas, cuevas, catacumbas, piras funerarias y otras cosas por el estilo se hacían innecesarias con una deidad tan utilitaria.
Phariom se sintió sorprendido al ver a los habitantes de la ciudad ocupados con las cotidianas tareas de la vida. Pasaban mozos de cuerda con balas de mercancía sobre los hombros. Los mercaderes se agitaban en sus puestos como todos los mercaderes. Compradores y vendedores regateaban a gritos en los mercados públicos. Las mujeres reían y charlaban a la puerta de las casas. Unicamente podía distinguir a los hombres de Zul-Bha-Sair de los que eran, como él, extranjeros por sus voluminosas túnicas rojas, negras y violetas, y por sus extraños y groseros acentos. La lobreguez de la pesadilla comenzó a desaparecer de sus sensaciones y, gradualmente, el espectáculo de humanidad cotidiana a su alrededor sirvió para calmar un poco su salvaje dolor y su desesperación. Nada podía disipar el horror de su pérdida y el abominable destino que amenazaba a Elaith. Pero ahora, con una fría lógica nacida de la cruel exigencia, comenzó a considerar el, en apariencia, imposible problema de rescatarla del templo del dios-vampiro.
Compuso un poco su expresión y refrenó su paso febril hasta convertirlo en ocioso vagabundeo, de forma que nadie pudiera adivinar las preocupaciones que le devoraban. Fingiendo estar interesado en las mercancías de un vendedor de adornos masculinos, inició una conversación el comerciante relativa a Zul-Bha-Sair y sus costumbres, haciendo el tipo de preguntas que serían lógicas en un viajero de tierras lejanas. El tratante era charlatán y Phariom pronto se enteró de la situación del templo de Mordiggian, que se alzaba en el centro de la ciudad. También se enteró de que el templo estaba abierto a todas horas y que la gente era libre de entrar y salir en su recinto. Sin embargo, no había más rituales de adoración que ciertas ceremonias privadas que eran celebradas por los sacerdotes. Pocos se atrevían a entrar en el templo, debido a una superstición de que cualquier persona viva que hollase su penumbra volvería pronto como alimento para el dios. Mordiggian, aparentemente, era una deidad benigna a los ojos de los habitantes de Zul-Bha-Sair. Resultaba bastante curioso que no se le atribuyese ningún atributo personal determinado. Era, por así decirlo, una fuerza impersonal parecida a los elementos...; una energía que consumía y purificaba, como el fuego. Sus acólitos eran igualmente misteriosos, vivían en el templo y sólo emergían de él para ejecutar sus deberes fúnebres. Nadie conocía en qué forma eran reclutados, pero muchos creían que había tanto hombres como mujeres, renovando así su número de generación en generación, sin ningún contacto con el exterior. Otros creían que no eran seres humanos en absoluto, sino una especie de entidades terrestres subterráneas que vivían eternamente, y que, como el propio dios, se alimentaban de los cadáveres. En los últimos años, y a partir de esta creencia, había surgido una herejía de poca importancia, pues algunos sostenían que Mordiggian era una mera invención hierática y que los sacerdotes eran los únicos que se comían a los muertos. El comerciante, al mencionar esta herejía, se apresuró a condenarla con piadosa reprobación.
Phariom charló un rato sobre otros temas y después continuó su progreso por la ciudad, dirigiéndose tan directamente hacia el templo como se lo permitían las oblicuas callejuelas. No había formado un plan conscientemente, pero deseaba reconocer las proximidades. El único detalle esperanzador de todo cuanto le había dicho el tratante era que el santuario se encontraba abierto y resultaba accesible a todos los que se atrevían a entrar. Sin embargo, lo extraordinario de visitantes llamaría la atención sobre Phariom, y éste deseaba, sobre todo, no llamar la atención. Por otra parte, cualquier intento de retirar un cuerpo del templo era aparentemente algo nunca oído..., algo demasiado audaz hasta para los sueños de Zul-Bha-Sair. Debido a la misma temeridad de su designio, quizá evitase sospechas y consiguiese rescatar a Elaith. Las calles que recorría comenzaron a inclinarse y estrecharse, eran más oscuras y tortuosas que las que atravesara antes. Durante un rato pensó que se había equivocado de camino, e iba a pedir a los transeúntes que le indicasen la dirección cuando cuatro sacerdotes de Mordiggian, llevando uno de aquellos curiosos ataúdes de hueso y cuero que parecían literas, salieron justo delante de él por una antigua calleja. El ataúd estaba ocupado por el cuerpo de una muchacha; durante un momento de agitación y temblor convulsivo que le dejó temblando, Phariom pensó que la muchacha era Elaith. Al volver a mirar comprendió su error. La túnica de la muchacha, aunque sencilla, estaba hecha con algún extraño tejido exótico. Sus facciones, aunque tan pálida como las de Elaith, estaban coronadas por rizos como pétalos de pesadas amapolas negras. Su belleza, caliente y voluptuosa incluso en la muerte, se diferenciaba de la rubia pureza de Elaith como las azucenas tropicales se diferencian de los narcisos.
Silencioso y manteniendo una distancia prudente, Phariom siguió a las tétricas figuras cubiertas con su preciosa carga. Vio que la gente abría paso al ataúd con aterrorizada e incuestionable presteza y las altas voces de los mercachifles y chalanes se acallaban cuando pasaban los sacerdotes. Oyendo al pasar una conversación entre dos de los ciudadanos, se enteró de que la muchacha muerta era Arctela, hija de Quaos, un noble y alto magistrado de Zul-Bha-Sair. Había muerto muy rápida y misteriosamente por alguna causa desconocida para el médico, que no había afectado ni estropeado su belleza en lo más mínimo. Algunos sostenían que un veneno indetectable y no una enfermedad fue la causa de su muerte, mientras que otros la daban por víctima de alguna maléfica hechicería. Los sacerdotes continuaban su camino y Phariom les siguió lo mejor que pudo sin perderles de vista por el ciego laberinto de calles. La pendiente se hizo más pronunciada, sin permitir una perspectiva clara de los niveles bajos, y las casas parecían apiñarse más, como si se resguardasen de un precipicio. Finalmente, el joven emergió tras sus macabros guías en una especie de agujero circular en el centro de la ciudad, donde el templo de Mordiggian sobresalía- solo y separado sobre un pavimento de triste ónice y entre funerarios cedros cuyo verdor estaba ennegrecido como por las eternas sombras de los cadáveres legados por las edades muertas.
El edificio estaba construido en una piedra extraña, del tono púrpura negruzco de la podredumbre carnal, una piedra que rehuía el ardiente brillo del mediodía y la prodigalidad de la aurora o la gloria del ocaso. Era bajo y no tenía ventanas, en la forma de un mausoleo monstruoso. Sus puertas bostezaban sepulcralmente en la penumbra de los cedros. Phariom observó a los sacerdotes cuando éstos se desvanecieron por las puertas, cargados con la muchacha Arctela como fantasmas llevando una carga fantasmal. La amplia zona pavimentada entre las casas que reculaban y el templo estaba vacía en aquel momento, pero no se atrevió a cruzarla en el resplandor de la traicionera luz del día. Bordeando la zona, vio que había varias entradas más al gran santuario, todas abiertas y sin guardias. No se apreciaba ninguna señal de actividad en los alrededores, pero se estremeció ante la idea de lo que se ocultaba en el interior de aquellas murallas, de la misma forma que el festín de los gusanos es ocultado por la tumba de mármol. Como los vómitos de un cadáver, las abominaciones de lo que había oído surgieron ante él a la luz del sol y de nuevo estuvo al borde de la locura sabiendo que Elaith tenía que yacer entre los muertos, en el templo, con la pestilente sombra de cosas semejantes sobre ella, y que él, consumido por un frenesí inagotable, tenía que esperar el manto favorable de la oscuridad antes de poder ejecutar su nebuloso y dudoso plan de rescate. Mientras tanto, ella podría despertarse y morir ante el horror mortal de lo que la rodeaba..., o podría pasar algo todavía peor, si las historias que se susurraban eran ciertas...
Abnon-Tha, hechicero y nigromante, se felicitaba a sí mismo por el trato que había hecho con los sacerdotes de Mordiggian. Le parecía, y quizá con justicia, que nadie menos inteligente que él podría haber concebido y ejecutado los diversos procedimientos que habían hecho este trato posible, por el que Arctela, hija del orgulloso Quaos, se convertiría en su indudable esclava. Ningún otro amante, se dijo a sí mismo, podría haber sido lo bastante resuelto como para obtener a la mujer deseada de esta forma. Arctela, prometida a Alos, un joven noble de la ciudad, estaba aparentemente más allá de las aspiraciones de un hechicero. Sin embargo, Abnón-Tha no era un mago vulgar, sino un adepto grandemente versado en los más terribles y profundos secretos de las negras artes. Conocía los conjuros que matan a distancia con más rapidez y seguridad que el cuchillo o el veneno, y conocía también los conjuros más poderosos por los que los muertos pueden ser reanimados, incluso después de siglos de podredumbre. Había asesinado a Arctela de forma que nadie podría detectar, con una invocación extraña y sutil que no había dejado marca, y su cuerpo se encontraba ahora entre los muertos, en el templo de Mordiggian. Esta noche, con el permiso tácito de los sacerdotes, la volvería de nuevo a la vida.
Abnón-Tha no había nacido en Zul-Bha-Sair, sino que vino muchos años antes de la infame y semimítica isla de Sotar, que se encontraba en algún punto al este del gigantesco continente de Zothique. Como un astuto y joven buitre, se estableció a la propia sombra del santuario de los muertos y había prosperado mucho, tomando alumnos y asistentes. Sus tratos con los sacerdotes eran largos y extensos y el trato que acababa de hacer estaba lejos de ser el primero de su clase. Le habían permitido el uso temporal de los cuerpos reclamados por Mordiggian, estipulando únicamente que aquellos cuerpos no serían sacados del templo durante el curso de ninguno de sus experimentos en nigromancia. Puesto que el privilegio era ligeramente irregular desde su punto de vista, había hallado necesario sobornarlos, no con oro, sin embargo, sino con la promesa de un generoso suministro de algo más siniestro y corruptible que el oro. El pacto había sido bastante satisfactorio para todos los implicados: desde la llegada del hechicero, los cadáveres entraban en el templo en más abundancia de lo normal, al dios no le habían faltado provisiones, y a Abnón-Tha nunca le faltaron sujetos sobre los que emplear sus siniestros conjuros.
En general, Abnón-Tha no estaba descontento de sí mismo. Reflexionó además que, aparte de su maestría en la magia y su ingenuidad llena de artificios, estaba a punto de manifestar un coraje inigualado. Había planeado un robo que equivaldría a un horrible sacrilegio; sacar el cuerpo reanimado de Arctela del templo. Robos semejantes—de cadáveres animados o inanimados— y el castigo que merecían era únicamente un asunto de leyenda, porque en los últimos siglos no había ocurrido ninguno. Según la creencia general, el destino de aquellos que lo habían intentado y habían fallado era tres veces terrible. El nigromante no era ciego a los riesgos de su empresa, ni, por otra parte, se sentía disuadido o intimidado por ellos. Sus dos ayudantes, Narghai y Vemba-Tsith, advertidos de su intención, habían realizado, con todo el secreto debido, los preparativos para la fuga de Zul-Bha-Sair. Seguramente, la fuerte pasión que el mago había concebido por Arctela no era el único motivo para abandonar la ciudad. Estaba deseoso del cambio, porque se había cansado un poco de las extrañas leyes que, en realidad, servían para restringir sus prácticas nigrománticas, aunque en otro sentido las facilitasen. Planeaba viajar hacia el sur y establecerse en una de las ciudades de Tasuun, un imperio famoso por el número y antigüedad de sus momias.
El momento del ocaso se acercaba. Cinco dromedarios, entrenados para correr, esperaban en el patio interno de la casa de Abnón-Tha, una mansión alta y desmoronada que parecía inclinarse hacia delante sobre la abierta zona circular que pertenecía al templo. Uno de los dromedarios llevaría un fardo conteniendo los libros más valiosos, manuscritos y otros utensilios mágicos del hechicero. Sus compañeros llevarían a Abnon-Tha, los dos ayudantes... y a Arctela. Narghai y Vemba-Tsith se presentaron ante su amo para decirle que todo estaba dispuesto. Ambos eran mucho más jóvenes que Abnón-Tha, pero, como él, eran extranjeros en Zul-Bha-Sair. Pertenecían alatezado pueblo de Naat, una isla cuya mala fama casi igualaba a la de Sotar, poblada por gente de ojos estrechos.
—Está bien—dijo el nigromante, mientras permanecían con los ojos bajos ante él, después de anunciar esto—. Sólo tenemos que esperar la hora favorable. A medio camino entre el ocaso y la salida de la luna, cuando los sacerdotes estén cenando en la sala interior, entraremos en el templo y haremos lo que haya que hacer para la resurrección de Arctela. Ellos comerán bien esta noche, porque sé que muchos de los muertos están maduros sobre la gran mesa del santuario superior, y quizá Mordiggian también coma. Nadie vendrá a vigilar lo que hagamos.
—Pero amo —dijo Narghai, estremeciéndose un poco por debajo de su túnica, de rojo nacarado—, después de todo, ¿es sabio hacer una cosa así? ¿Debes arrancar la muchacha del templo? Antes de esto, siempre te has contentado con el breve préstamo permitido por los sacerdotes y les ha devuelto los muertos en el estado requerido de inanimación. En verdad, ¿es bueno violar la ley del dios? Se dice que la ira de Mordiggian, aunque pocas veces provocada, es más terrible que la ira de todas las demás deidades. Por esta razón, nadie ha intentado engañarle durante los últimos años, ni ha osado retirar ningún cadáver de su santuario. Se dice que, hace mucho tiempo, un alto personaje de la ciudad se llevó de allí el cuerpo de una mujer a la que había amado y huyó con él al desierto, pero los sacerdotes le persiguieron, corriendo a más velocidad que los chacales...; el destino que le correspondió es algo sobre lo que aún las leyendas susurran débilmente.
—Yo no temo ni a Mordiggian ni a sus criaturas —dijo Abnón-Tha con una solemne vanagloria en su voz—. Mis dromedarios pueden correr más que los sacerdotes..., incluso concediendo que los sacerdotes no sean hombres, sino vampiros, como dicen algunos. Y no hay muchas probabilidades de que nos sigan; después de su festín de hoy, dormirán como buitres ahítos. La mañana nos encontrará lejos en el camino de Tasuun, antes de que despierten.
—El amo tiene razón —interpoló Vemba-Tsith—. No tenemos nada que temer.
—Pero se dice que Mordiggian no duerme —insistió Narghai—, y que lo vigila todo eternamente desde la negra cámara bajo el templo.
—Eso he oído—dijo Abnón-Tha, con aire seco y suficiente—. Pero considero que tales creencias son simples supersticiones. En la verdadera naturaleza de las entidades que se alimentan de cadáveres, no hay nada que las confirme. Hasta ahora yo nunca he visto a Mordiggian, ni dormido ni despierto, pero por todas las probabilidades, se trata simplemente de un vampiro vulgar. Conozco esos demonios y sus costumbres. Sólo difieren de las hienas por su forma monstruosa, su tamaño y su inmortalidad.
—Aún así, considero que engañar a Mordiggian no es cosa buena —musitó Narghai por lo bajo. Las palabras fueron captadas por el fino oído de Abnón-Tha .
—No, no se trata de un engaño. He servido bien a Mordiggian y sus sacerdotes y he aprovisionado generosamente su negra mesa. Además, en cierto modo guardaré lo pactado en lo que se refiere a Arctela: enviaré un nuevo cadáver a cambio de mi privilegio nigromántico. Mañana, el joven Alos, el prometido de Arctela, ocupará su lugar entre los muertos. Ahora marchaos y dejadme, porque debo pensar un conjuro interior que pudra el corazón de Alos, como un gusano que se despierte en el corazón de un fruto.
A Phariom, enfebrecido y desesperado, le parecía que aquel día sin nubes transcurría con la lentitud de un río atestado de cadáveres. Incapaz de calmar su agitación, deambuló sin rumbo por los concurridos bazares hasta que las torres occidentales se oscurecieron sobre un cielo azafranado, y el atardecer surgió como un mar gris y encrespado sobre las casas. Después volvió a la posada donde Elaith había sido atacada por la enfermedad y reclamó el dromedario que había dejado en el establo. Cabalgando a través de penumbrosas callejuelas, iluminadas únicamente por el débil resplandor de lámparas o velas que venían de las ventanas medio cerradas, encontró, una vez más, el camino hacia el centro de la ciudad.
La penumbra se había espesado hasta convertirse en oscuridad cuando llegó al área despejada que rodeaba el templo de Mordiggian. Las ventanas de las mansiones que daban a la zona estaban cerradas y sin luz, como si fuesen ojos muertos, y el mismo santuario, una colosal masa de negrura, estaba tan oscuro como cualquier mausoleo bajo las apiñadas estrellas. No parecía que nadie se moviese en el exterior, y aunque la quietud era favorable a sus proyectos, Phariom tembló con un estremecimiento de mortal amenaza y desolación. Los cascos de su camello sonaban sobre el pavimento con un sonido inquietante y sobrenatural y pensó que los oídos de los ocultos vampiros, escuchando alertas detrás del silencio, tendrían que oírlos. Sin embargo, en aquella oscuridad sepulcral no había atisbos de vida. Alcanzando el asilo de uno de los espesos grupos de viejos cedros, desmontó y ató el dromedario a una rama que crecía baja. Escondiéndose entre los árboles, como una sombra entre sombras, se aproximó al templo con infinita cautela y lo rodeó lentamente, viendo que sus cuatro partes, que correspondían a los cuatro cuadrantes de la Tierra, estaban todas igualmente abiertas, oscuras y desiertas. Volviendo por fin a la puerta oriental, donde había dejado su camello, se envalentonó para entrar en los negros y amenazadores portales.
Al cruzar el umbral se vio inmediatamente envuelto por una oscuridad muerta y pegajosa, aromatizada por un vago hedor de podredumbre y el olor a carne y huesos quemados. Advirtió que se encontraba en un pasillo gigantesco, y palpando el camino hacia delante por la pared de la derecha, pronto llegó a un repentino recodo y vio un resplandor azulado mucho más adelante, como si fuese algún salón central donde terminaba el corredor. Contra el resplandor se silueteaban unas columnas impresionantes, y al acercarse más vio cruzar a varias figuras oscuras y embozadas, que presentaban el perfil de unos cráneos enormes. Dos de ellos compartían la carga de un cuerpo humano que llevaban en sus brazos. A Phariom, que se había detenido en el sombrío salón, le pareció que el vago olor de putrescencia que flotaba en el aire se hacía más fuerte durante unos cuantos minutos después de que las figuras desaparecieron . Ninguna otra figura les seguía y el santuario recuperó su tranquilidad de mausoleo. Pero el joven esperó durante varios minutos, dudoso y temblando, antes de atreverse a seguir adelante. Una opresión de misterio sepulcral espesaba el aire y le ahogaba como los terribles efluvios de las catacumbas. Sus oídos se volvieron intolerablemente agudos y oyó un confuso zumbido, un sonido de voces profundas y viscosas indistinguiblemente mezcladas que parecían salir de la cripta bajo el templo.
Escurriéndose al fin hasta el extremo del salón, escudriñó lo que obviamente era el santuario mayor: una sala baja y con muchos pilares, cuya amplitud era revelada a medias por los fuegos azulados que brillaban y parpadeaban en numerosos vasos en forma de urnas sostenidos en solitario sobre esbeltas estelas.
Phariom vaciló ante aquel lúgubre umbral porque los olores mezclados de la carne quemada y podrida eran más pesados en el aire, como si estuviera más cerca de sus fuentes, y el espeso zumbido parecía ascender de una oscura escalera en el suelo, al lado de la pared izquierda. Pero la habitación, según todas las apariencias, estaba desprovista de vida y no se movía nada, excepto las ondulantes luces y sombras. En el centro percibió la silueta de una amplia mesa, esculpida en la misma piedra negra que el edificio. Sobre la mesa, medio iluminadas por la luz de las urnas o escudadas en la sombra de las pesadas columnas, yacían lado a lado unas cuantas personas, y Phariom supo que había encontrado el altar negro de Mordiggian donde estaban dispuestos los cadáveres reclamados por el dios. En su pecho, un salvaje y asfixiante temor luchaba con la esperanza más fuerte. Se acercó a la mesa temblando y le invadió una frialdad pegajosa, producida por la presencia de los muertos. La mesa tenía casi treinta pies de largo y se alzaba a la altura de la cintura, sostenida por una docena de sólidas patas. Comenzando por el extremo más cercano, recorrió la fila de cadáveres, escudriñando temerosamente los rostros vueltos hacia arriba. Estaban representados ambos sexos y muchas edades y rangos diferentes. Nobles y ricos mercaderes se apiñaban junto a los mendigos de sucios harapos. Algunos estaban recién muertos y otros, parecía, llevaban días allí, comenzando a mostrar señales de descomposición. En la ordenada fila se veían muchos huecos, lo que sugería que algunos cadáveres habían sido retirados de allí. Phariom continuó en la débil luz, buscando los amados rasgos de Elaith. Al fin, cuando se acercaba al extremo más lejano y había comenzado a temer que ella no estuviera entre ellos, la encontró.
—Pero Elaith no está muerta—protestó por tercera o cuarta vez el joven Phariom, con penosa desesperación—. Su enfermedad es tal que asume la inerte semejanza de la muerte. Dos veces antes de ahora ha yacido insensible, con sus mejillas pálidas y una inmovilidad en su propia sangre que apenas podía distinguirse de la tumba, y dos veces se ha despertado después de un intervalo de varios días.
El posadero, con aire de apreciativa incredulidad, observó a la muchacha que yacía blanca e inmóvil, como un lirio segado, sobre el lecho de la cámara abuhardillada pobremente amueblada.
—En tal caso no debieras haberla traído a Zul-Bha-Sair —advirtió en tono de búho irónico—. El médico la ha dado por muerta y su muerte ha sido notificada a los sacerdotes. Debe ir al templo de Mordiggian.
—Pero somos extranjeros, huéspedes por una noche. Venimos del país de Xylac, allá al norte, y esta mañana debiéramos haber seguido por Tasuun hacia Pharaad, la capital de Yoros, que se encuentra cerca del mar meridional. Ciertamente, tu dios no tiene ningún derecho sobre Elaith, aunque estuviese verdaderamente muerta.
—Todo aquel que muere en Zul-Bha-Sair es propiedad de Mordiggian—insistió el tabernero sentenciosamente—. Los forasteros no están exentos. El oscuro buche de su templo está eternamente abierto y ningún hombre, mujer ni niño, a través de los años, se ha evadido de su espera. Toda carne mortal debe convertirse, a su debido tiempo, en alimento del dios. Phariom se estremeció ante la untuosa y portentosa declaración.
—He oído cosas vagas sobre Mordiggian, una leyenda relatada por los viajeros en Xylac —admitió—. Pero había olvidado el nombre de su ciudad, y Elaith y yo entramos ignorantemente en Zul-Bha-Sair... Incluso si la hubiera conocido habría dudado de esta terrible costumbre que me cuentas... ¿Qué clase de deidad es ésta que imita a las hienas y a los buitres? Ciertamente, eso no es un dios, sino un vampiro.
—Ten cuidado no caigas en una blasfemia —advirtió el posadero—. Mordiggian es viejo y omnipotente como la misma muerte. Fue adorado en antiguos continentes, antes de que Zothique surgiera del mar. Por él nos salvamos de la corrupción y del gusano. De la misma forma que los pueblos de todos países entregan sus muertos a la llama que todo lo consume, nosotros, los de Zul-Bha-Sair, entregamos los nuestros al dios. Su santuario es terrible, un lugar de terror y sombras oscuras donde el sol no penetra, allí los sacerdotes llevan a los muertos y los depositan sobre una vasta mesa de piedra para que esperen su salida de la cámara interior donde habita. Ningún hombre vivo, aparte de los sacerdotes, lo ha visto alguna vez, y los rostros de los sacerdotes se ocultan bajo máscaras de plata; hasta sus manos están cubiertas, para que los hombres no puedan ver a aquellos que han visto a Mordiggian.
—Pero hay un rey en Zul-Bha-Sair, ¿no es cierto? Apelaré ante él contra esta odiosa y horrible injusticia. Ciertamente me escuchará.
—Phenquor es el rey, pero no podría ayudarte aunque lo desease. Tu apelación no será ni tan siquiera escuchada. Mordiggian está por encima de todos los reyes y su ley es sagrada. ¡Calla...! Ya llegan los sacerdotes.
Phariom, con el corazón enfermo por el terror y la crueldad del destino que amenazaba a su joven esposa en esta desconocida ciudad de pesadilla, oyó un siniestro y constante crujir de las escaleras que conducían a la buhardilla de la posada. El sonido se acercaba con una rapidez sobrehumana y cuatro extrañas figuras entraron en la habitación, pesadamente vestidas de un fúnebre color púrpura y llevando enormes máscaras de plata esculpidas a semejanza de cráneos. Era imposible adivinar su apariencia real, porque, como había insinuado el tabernero, incluso sus manos estaban ocultas por una especie de mitones y las túnicas purpúreas descendían formando sueltos pliegues que se arrastraban por debajo como las vendas de una momia desenroscándose. Había horror en ellos, del que las macabras máscaras sólo era una parte poco importante; un horror que residía principalmente en sus innaturales actitudes agazapadas; en la agilidad bestial con que se movían, sin ser molestados por sus farragosas vestiduras.
Entre ellos portaban un curioso ataúd, hecho de cintas de cuero entrelazadas con huesos monstruosos que servían de armazón y sujeción. La piel estaba grasienta y ennegrecida, como por largos años de uso mortuorio. Sin dirigir la palabra ni a Phariom ni al posadero, y sin ningún tipo de espera o formalidad, avanzaron hacia el lecho donde yacía Elaith. Indiferente a su más que formidable aspecto y totalmente fuera de sí de pena e ira, Phariom sacó de su cinto un pequeño cuchillo, la única arma que poseía. Sin hacer caso del amenazador grito del tabernero, se lanzó salvajemente contra las embozadas figuras. Era rápido y musculoso, y además estaba vestido con un atuendo ligero y ceñido al cuerpo, lo que aparentemente le daría cierta ventaja. Los sacerdotes estaban de espaldas, pero como si hubiesen adivinado todas sus acciones, dos de ellos se volvieron con la rapidez del tigre, dejando caer los mangos de hueso que llevaban. Uno hizo caer el cuchillo de la mano de Phariom con un movimiento que el ojo apenas podía seguir en su serpenteante descenso. Después los dos le atacaron, haciéndole retroceder con terroríficos golpes de sus brazos escondidos bajo los mantos y acosándole por la habitación hacia una esquina vacía. Atontado por la caída, yació sin sentido durante unos minutos.
Recobrándose confusamente, contempló con ojos borrosos la masa del pesado tabernero inclinándose sobre él como una luna del color del sebo. El pensamiento de Elaith, más agudo que el golpe de una daga, le devolvió a una agonizante conciencia. Escudriñó temerosamente la penumbrosa habitación y vio que los enfajados sacerdotes habían desaparecido y que la cama estaba vacía. Oyó el rotundo y sepulcral graznido del posadero:
—Los sacerdotes de Mordiggian son misericordiosos, disculpan el frenesí y la pena de los recientemente afligidos por una pérdida. Has tenido suerte de que sean compasivos y considerados con las debilidades de los mortales.
Phariom se puso en pie de un salto, como si su amoratado y dolorido cuerpo hubiese sido alcanzado por un fuego repentino. Deteniéndose únicamente para recoger su cuchillo, que continuaba en medio de la habitación, se encaminó hacia la puerta. Le detuvo la mano del posadero, agarrándole, grasienta, por el hombro.
—Ten cuidado, no sea que sobrepases los límites de la bondad de Mordiggian. No es bueno seguir a sus sacerdotes..., y es peor penetrar en la mortal y sagrada penumbra de su templo.
Phariom apenas oía el consejo. Se liberó apresuradamente de los odiosos dedos y se volvió para marcharse, pero la mano le sujetó de nuevo:
—Por lo menos, págame el dinero que me debes por la comida y el alojamiento antes de partir—pidió el posadero—. También está el asunto del salario del médico, que yo puedo arreglar por ti si me confías la suma adecuada. Paga ahora..., porque no es seguro que regreses.
Phariom sacó la bolsa que contenía toda su riqueza en el mundo y llenó la palma que se engarfiaba avariciosamente ante él con monedas que no se detuvo a contar. Sin una palabra de despedida ni una mirada hacia atrás, descendió por las desgastadas y mohosas escaleras de aquella hostelería comida por los gusanos, como si le persiguiese un íncubu, y salió a las penumbrosas y serpenteantes calles de Zul-Bha-Sair. Quizá la ciudad se diferenciaba poco de las demás, excepto en que era más vieja y más oscura, pero para Phariom, en el extremo de la angustia, el camino que seguía era como un conjunto de corredores subterráneos que sólo conducían a un profundo y monstruoso osario. El sol había salido por encima de las apiñadas casas, pero a él le parecía que no había más luz que un resplandor perdido y engañoso, tal como el que desciende a las profundidades mortuorias. La gente seguramente era muy parecida a la de otros lugares, pero él los veía bajo un aspecto maléfico, como si fuesen vampiros y demonios que fuesen de un lado a otro con las actividades fantasmales de una necrópolis. En medio de su pena, recordó amargamente la tarde anterior, cuando al atardecer había entrado en Zul-Bha-Sair con Elaith, la muchacha montando el único dromedario que había sobrevivido su paso por el desierto septentrional y él caminando a su lado, cansado pero contento. La ciudad les había parecido una bella y desconocida metrópoli de ensueño, con el púrpura rosado del ocaso sobre sus murallas y cúpulas y los dorados ojos de las ventanas iluminadas; habían planeado descansar allí durante un día o dos, antes de reanudar el largo y arduo viaje a Pharaad, en Yoros. Este viaje fue emprendido únicamente por razones de necesidad. Phariom, un joven pobre de sangre noble, había sido exiliado a causa de las creencias políticas y religiosas de su familia, que no estaban de acuerdo con las del emperador reinante, Caleppos. Acompañado por su recién tomada esposa, Phariom salió en dirección a Yoros, donde algunas ramas amigas de la casa a la que pertenecía ya se habían establecido y le darían una acogida fraternal.
Viajaron con una gran caravana de mercaderes, dirigiéndose directamente al sur de Tasuun. Detrás de las fronteras de Xylac, entre las rojas arenas del desierto Celotio, la caravana había sido atacada por bandidos que mataron a muchos de sus componentes y dispersaron a los demás. Phariom y su esposa, escapando con sus dromedarios, se habían encontrado perdidos y solos en el desierto y, sin volver a encontrar el camino de Tasuun, tomaron por error otra ruta que conducía a Zul-Bha-Sair, una metrópoli rodeada de murallas en el extremo sudoriental del desierto, que no había estado incluida en su itinerario. Al entrar en Zul-Bha-Sair, la pareja se había detenido por razones de economía en una taberna del barrio más humilde. Allí, durante la noche, a Elaith le sobrevino el tercer ataque de la enfermedad cataléptica a la que era propensa. Los primeros ataques, que habían ocurrido antes de su matrimonio con Phariom, fueron reconocidos en su verdadera naturaleza por los médicos de Xylac y aliviados por un hábil tratamiento. Se esperaba que la enfermedad no volvería. Sin duda, este tercer ataque había sido provocado por las fatigas y penalidades del viaje. Phariom estaba seguro de que Elaith se recobraría, pero un doctor de Zul-Bha-Sair, llamado urgentemente por el posadero, insistió en que estaba realmente muerta, y en obediencia a la extraña ley de la ciudad, había informado sin tardanza de su muerte a los sacerdotes de Mordiggian. Las frenéticas protestas del esposo fueron por completo ignoradas.
Aparentemente había una diabólica fatalidad en toda la secuencia de circunstancias por la cual Elaith, todavía viva pero con el aspecto exterior de muerte que le daba su enfermedad, había caído en las garras de los devotos del dios de los muertos. Phariom ponderó esta fatalidad casi hasta la locura, mientras caminaba con una prisa furiosa y sin sentido a lo largo de las calles eternamente tortuosas y abarrotadas. A la escalofriante información recibida del tabernero fue añadiendo las leyendas, tardíamente recordadas, que había oído en Xylac. Ciertamente, mala y dudosa era la reputación de Zul-Bha-Sair; le maravilló haberle olvidado y se maldijo a sí mismo con negras maldiciones por su temporal, pero fatal, olvido. Mejor habría sido que él y Elaith hubiesen perecido en el desierto, antes que traspasar las amplias puertas que siempre permanecían abiertas, esperando a su presa, como era la costumbre en Zul-Bha-Sair. La ciudad era un importante centro comercial, donde viajeros de otras tierras llegaban, pero no se atrevían a quedarse a causa del repulsivo culto de Mordiggian, el invisible devorador de los muertos que se creía compartía sus provisiones con los enmascarados sacerdotes. Se decía que los cadáveres yacían durante días en el oscuro templo, sin ser devorados hasta que la corrupción hubiese comenzado. Y la gente hablaba de cosas peores que la necrofagia. Rituales blasfemos solemnemente representados en las cámaras infestadas de vampiros y cosas inombrables que hacían con los muertos antes de que Mordiggian los reclamase para sí. En todos los países alejados, el destino de aquellos que morían en Zul-Bha-Sair era una palabra horrorosa y una maldición. Pero para la gente de la ciudad, educada en la fe de aquel dios vampírico, era simplemente la forma usual y esperada de deshacerse de los muertos. Tumbas, cuevas, catacumbas, piras funerarias y otras cosas por el estilo se hacían innecesarias con una deidad tan utilitaria.
Phariom se sintió sorprendido al ver a los habitantes de la ciudad ocupados con las cotidianas tareas de la vida. Pasaban mozos de cuerda con balas de mercancía sobre los hombros. Los mercaderes se agitaban en sus puestos como todos los mercaderes. Compradores y vendedores regateaban a gritos en los mercados públicos. Las mujeres reían y charlaban a la puerta de las casas. Unicamente podía distinguir a los hombres de Zul-Bha-Sair de los que eran, como él, extranjeros por sus voluminosas túnicas rojas, negras y violetas, y por sus extraños y groseros acentos. La lobreguez de la pesadilla comenzó a desaparecer de sus sensaciones y, gradualmente, el espectáculo de humanidad cotidiana a su alrededor sirvió para calmar un poco su salvaje dolor y su desesperación. Nada podía disipar el horror de su pérdida y el abominable destino que amenazaba a Elaith. Pero ahora, con una fría lógica nacida de la cruel exigencia, comenzó a considerar el, en apariencia, imposible problema de rescatarla del templo del dios-vampiro.
Compuso un poco su expresión y refrenó su paso febril hasta convertirlo en ocioso vagabundeo, de forma que nadie pudiera adivinar las preocupaciones que le devoraban. Fingiendo estar interesado en las mercancías de un vendedor de adornos masculinos, inició una conversación el comerciante relativa a Zul-Bha-Sair y sus costumbres, haciendo el tipo de preguntas que serían lógicas en un viajero de tierras lejanas. El tratante era charlatán y Phariom pronto se enteró de la situación del templo de Mordiggian, que se alzaba en el centro de la ciudad. También se enteró de que el templo estaba abierto a todas horas y que la gente era libre de entrar y salir en su recinto. Sin embargo, no había más rituales de adoración que ciertas ceremonias privadas que eran celebradas por los sacerdotes. Pocos se atrevían a entrar en el templo, debido a una superstición de que cualquier persona viva que hollase su penumbra volvería pronto como alimento para el dios. Mordiggian, aparentemente, era una deidad benigna a los ojos de los habitantes de Zul-Bha-Sair. Resultaba bastante curioso que no se le atribuyese ningún atributo personal determinado. Era, por así decirlo, una fuerza impersonal parecida a los elementos...; una energía que consumía y purificaba, como el fuego. Sus acólitos eran igualmente misteriosos, vivían en el templo y sólo emergían de él para ejecutar sus deberes fúnebres. Nadie conocía en qué forma eran reclutados, pero muchos creían que había tanto hombres como mujeres, renovando así su número de generación en generación, sin ningún contacto con el exterior. Otros creían que no eran seres humanos en absoluto, sino una especie de entidades terrestres subterráneas que vivían eternamente, y que, como el propio dios, se alimentaban de los cadáveres. En los últimos años, y a partir de esta creencia, había surgido una herejía de poca importancia, pues algunos sostenían que Mordiggian era una mera invención hierática y que los sacerdotes eran los únicos que se comían a los muertos. El comerciante, al mencionar esta herejía, se apresuró a condenarla con piadosa reprobación.
Phariom charló un rato sobre otros temas y después continuó su progreso por la ciudad, dirigiéndose tan directamente hacia el templo como se lo permitían las oblicuas callejuelas. No había formado un plan conscientemente, pero deseaba reconocer las proximidades. El único detalle esperanzador de todo cuanto le había dicho el tratante era que el santuario se encontraba abierto y resultaba accesible a todos los que se atrevían a entrar. Sin embargo, lo extraordinario de visitantes llamaría la atención sobre Phariom, y éste deseaba, sobre todo, no llamar la atención. Por otra parte, cualquier intento de retirar un cuerpo del templo era aparentemente algo nunca oído..., algo demasiado audaz hasta para los sueños de Zul-Bha-Sair. Debido a la misma temeridad de su designio, quizá evitase sospechas y consiguiese rescatar a Elaith. Las calles que recorría comenzaron a inclinarse y estrecharse, eran más oscuras y tortuosas que las que atravesara antes. Durante un rato pensó que se había equivocado de camino, e iba a pedir a los transeúntes que le indicasen la dirección cuando cuatro sacerdotes de Mordiggian, llevando uno de aquellos curiosos ataúdes de hueso y cuero que parecían literas, salieron justo delante de él por una antigua calleja. El ataúd estaba ocupado por el cuerpo de una muchacha; durante un momento de agitación y temblor convulsivo que le dejó temblando, Phariom pensó que la muchacha era Elaith. Al volver a mirar comprendió su error. La túnica de la muchacha, aunque sencilla, estaba hecha con algún extraño tejido exótico. Sus facciones, aunque tan pálida como las de Elaith, estaban coronadas por rizos como pétalos de pesadas amapolas negras. Su belleza, caliente y voluptuosa incluso en la muerte, se diferenciaba de la rubia pureza de Elaith como las azucenas tropicales se diferencian de los narcisos.
Silencioso y manteniendo una distancia prudente, Phariom siguió a las tétricas figuras cubiertas con su preciosa carga. Vio que la gente abría paso al ataúd con aterrorizada e incuestionable presteza y las altas voces de los mercachifles y chalanes se acallaban cuando pasaban los sacerdotes. Oyendo al pasar una conversación entre dos de los ciudadanos, se enteró de que la muchacha muerta era Arctela, hija de Quaos, un noble y alto magistrado de Zul-Bha-Sair. Había muerto muy rápida y misteriosamente por alguna causa desconocida para el médico, que no había afectado ni estropeado su belleza en lo más mínimo. Algunos sostenían que un veneno indetectable y no una enfermedad fue la causa de su muerte, mientras que otros la daban por víctima de alguna maléfica hechicería. Los sacerdotes continuaban su camino y Phariom les siguió lo mejor que pudo sin perderles de vista por el ciego laberinto de calles. La pendiente se hizo más pronunciada, sin permitir una perspectiva clara de los niveles bajos, y las casas parecían apiñarse más, como si se resguardasen de un precipicio. Finalmente, el joven emergió tras sus macabros guías en una especie de agujero circular en el centro de la ciudad, donde el templo de Mordiggian sobresalía- solo y separado sobre un pavimento de triste ónice y entre funerarios cedros cuyo verdor estaba ennegrecido como por las eternas sombras de los cadáveres legados por las edades muertas.
El edificio estaba construido en una piedra extraña, del tono púrpura negruzco de la podredumbre carnal, una piedra que rehuía el ardiente brillo del mediodía y la prodigalidad de la aurora o la gloria del ocaso. Era bajo y no tenía ventanas, en la forma de un mausoleo monstruoso. Sus puertas bostezaban sepulcralmente en la penumbra de los cedros. Phariom observó a los sacerdotes cuando éstos se desvanecieron por las puertas, cargados con la muchacha Arctela como fantasmas llevando una carga fantasmal. La amplia zona pavimentada entre las casas que reculaban y el templo estaba vacía en aquel momento, pero no se atrevió a cruzarla en el resplandor de la traicionera luz del día. Bordeando la zona, vio que había varias entradas más al gran santuario, todas abiertas y sin guardias. No se apreciaba ninguna señal de actividad en los alrededores, pero se estremeció ante la idea de lo que se ocultaba en el interior de aquellas murallas, de la misma forma que el festín de los gusanos es ocultado por la tumba de mármol. Como los vómitos de un cadáver, las abominaciones de lo que había oído surgieron ante él a la luz del sol y de nuevo estuvo al borde de la locura sabiendo que Elaith tenía que yacer entre los muertos, en el templo, con la pestilente sombra de cosas semejantes sobre ella, y que él, consumido por un frenesí inagotable, tenía que esperar el manto favorable de la oscuridad antes de poder ejecutar su nebuloso y dudoso plan de rescate. Mientras tanto, ella podría despertarse y morir ante el horror mortal de lo que la rodeaba..., o podría pasar algo todavía peor, si las historias que se susurraban eran ciertas...
Abnon-Tha, hechicero y nigromante, se felicitaba a sí mismo por el trato que había hecho con los sacerdotes de Mordiggian. Le parecía, y quizá con justicia, que nadie menos inteligente que él podría haber concebido y ejecutado los diversos procedimientos que habían hecho este trato posible, por el que Arctela, hija del orgulloso Quaos, se convertiría en su indudable esclava. Ningún otro amante, se dijo a sí mismo, podría haber sido lo bastante resuelto como para obtener a la mujer deseada de esta forma. Arctela, prometida a Alos, un joven noble de la ciudad, estaba aparentemente más allá de las aspiraciones de un hechicero. Sin embargo, Abnón-Tha no era un mago vulgar, sino un adepto grandemente versado en los más terribles y profundos secretos de las negras artes. Conocía los conjuros que matan a distancia con más rapidez y seguridad que el cuchillo o el veneno, y conocía también los conjuros más poderosos por los que los muertos pueden ser reanimados, incluso después de siglos de podredumbre. Había asesinado a Arctela de forma que nadie podría detectar, con una invocación extraña y sutil que no había dejado marca, y su cuerpo se encontraba ahora entre los muertos, en el templo de Mordiggian. Esta noche, con el permiso tácito de los sacerdotes, la volvería de nuevo a la vida.
Abnón-Tha no había nacido en Zul-Bha-Sair, sino que vino muchos años antes de la infame y semimítica isla de Sotar, que se encontraba en algún punto al este del gigantesco continente de Zothique. Como un astuto y joven buitre, se estableció a la propia sombra del santuario de los muertos y había prosperado mucho, tomando alumnos y asistentes. Sus tratos con los sacerdotes eran largos y extensos y el trato que acababa de hacer estaba lejos de ser el primero de su clase. Le habían permitido el uso temporal de los cuerpos reclamados por Mordiggian, estipulando únicamente que aquellos cuerpos no serían sacados del templo durante el curso de ninguno de sus experimentos en nigromancia. Puesto que el privilegio era ligeramente irregular desde su punto de vista, había hallado necesario sobornarlos, no con oro, sin embargo, sino con la promesa de un generoso suministro de algo más siniestro y corruptible que el oro. El pacto había sido bastante satisfactorio para todos los implicados: desde la llegada del hechicero, los cadáveres entraban en el templo en más abundancia de lo normal, al dios no le habían faltado provisiones, y a Abnón-Tha nunca le faltaron sujetos sobre los que emplear sus siniestros conjuros.
En general, Abnón-Tha no estaba descontento de sí mismo. Reflexionó además que, aparte de su maestría en la magia y su ingenuidad llena de artificios, estaba a punto de manifestar un coraje inigualado. Había planeado un robo que equivaldría a un horrible sacrilegio; sacar el cuerpo reanimado de Arctela del templo. Robos semejantes—de cadáveres animados o inanimados— y el castigo que merecían era únicamente un asunto de leyenda, porque en los últimos siglos no había ocurrido ninguno. Según la creencia general, el destino de aquellos que lo habían intentado y habían fallado era tres veces terrible. El nigromante no era ciego a los riesgos de su empresa, ni, por otra parte, se sentía disuadido o intimidado por ellos. Sus dos ayudantes, Narghai y Vemba-Tsith, advertidos de su intención, habían realizado, con todo el secreto debido, los preparativos para la fuga de Zul-Bha-Sair. Seguramente, la fuerte pasión que el mago había concebido por Arctela no era el único motivo para abandonar la ciudad. Estaba deseoso del cambio, porque se había cansado un poco de las extrañas leyes que, en realidad, servían para restringir sus prácticas nigrománticas, aunque en otro sentido las facilitasen. Planeaba viajar hacia el sur y establecerse en una de las ciudades de Tasuun, un imperio famoso por el número y antigüedad de sus momias.
El momento del ocaso se acercaba. Cinco dromedarios, entrenados para correr, esperaban en el patio interno de la casa de Abnón-Tha, una mansión alta y desmoronada que parecía inclinarse hacia delante sobre la abierta zona circular que pertenecía al templo. Uno de los dromedarios llevaría un fardo conteniendo los libros más valiosos, manuscritos y otros utensilios mágicos del hechicero. Sus compañeros llevarían a Abnon-Tha, los dos ayudantes... y a Arctela. Narghai y Vemba-Tsith se presentaron ante su amo para decirle que todo estaba dispuesto. Ambos eran mucho más jóvenes que Abnón-Tha, pero, como él, eran extranjeros en Zul-Bha-Sair. Pertenecían alatezado pueblo de Naat, una isla cuya mala fama casi igualaba a la de Sotar, poblada por gente de ojos estrechos.
—Está bien—dijo el nigromante, mientras permanecían con los ojos bajos ante él, después de anunciar esto—. Sólo tenemos que esperar la hora favorable. A medio camino entre el ocaso y la salida de la luna, cuando los sacerdotes estén cenando en la sala interior, entraremos en el templo y haremos lo que haya que hacer para la resurrección de Arctela. Ellos comerán bien esta noche, porque sé que muchos de los muertos están maduros sobre la gran mesa del santuario superior, y quizá Mordiggian también coma. Nadie vendrá a vigilar lo que hagamos.
—Pero amo —dijo Narghai, estremeciéndose un poco por debajo de su túnica, de rojo nacarado—, después de todo, ¿es sabio hacer una cosa así? ¿Debes arrancar la muchacha del templo? Antes de esto, siempre te has contentado con el breve préstamo permitido por los sacerdotes y les ha devuelto los muertos en el estado requerido de inanimación. En verdad, ¿es bueno violar la ley del dios? Se dice que la ira de Mordiggian, aunque pocas veces provocada, es más terrible que la ira de todas las demás deidades. Por esta razón, nadie ha intentado engañarle durante los últimos años, ni ha osado retirar ningún cadáver de su santuario. Se dice que, hace mucho tiempo, un alto personaje de la ciudad se llevó de allí el cuerpo de una mujer a la que había amado y huyó con él al desierto, pero los sacerdotes le persiguieron, corriendo a más velocidad que los chacales...; el destino que le correspondió es algo sobre lo que aún las leyendas susurran débilmente.
—Yo no temo ni a Mordiggian ni a sus criaturas —dijo Abnón-Tha con una solemne vanagloria en su voz—. Mis dromedarios pueden correr más que los sacerdotes..., incluso concediendo que los sacerdotes no sean hombres, sino vampiros, como dicen algunos. Y no hay muchas probabilidades de que nos sigan; después de su festín de hoy, dormirán como buitres ahítos. La mañana nos encontrará lejos en el camino de Tasuun, antes de que despierten.
—El amo tiene razón —interpoló Vemba-Tsith—. No tenemos nada que temer.
—Pero se dice que Mordiggian no duerme —insistió Narghai—, y que lo vigila todo eternamente desde la negra cámara bajo el templo.
—Eso he oído—dijo Abnón-Tha, con aire seco y suficiente—. Pero considero que tales creencias son simples supersticiones. En la verdadera naturaleza de las entidades que se alimentan de cadáveres, no hay nada que las confirme. Hasta ahora yo nunca he visto a Mordiggian, ni dormido ni despierto, pero por todas las probabilidades, se trata simplemente de un vampiro vulgar. Conozco esos demonios y sus costumbres. Sólo difieren de las hienas por su forma monstruosa, su tamaño y su inmortalidad.
—Aún así, considero que engañar a Mordiggian no es cosa buena —musitó Narghai por lo bajo. Las palabras fueron captadas por el fino oído de Abnón-Tha .
—No, no se trata de un engaño. He servido bien a Mordiggian y sus sacerdotes y he aprovisionado generosamente su negra mesa. Además, en cierto modo guardaré lo pactado en lo que se refiere a Arctela: enviaré un nuevo cadáver a cambio de mi privilegio nigromántico. Mañana, el joven Alos, el prometido de Arctela, ocupará su lugar entre los muertos. Ahora marchaos y dejadme, porque debo pensar un conjuro interior que pudra el corazón de Alos, como un gusano que se despierte en el corazón de un fruto.
A Phariom, enfebrecido y desesperado, le parecía que aquel día sin nubes transcurría con la lentitud de un río atestado de cadáveres. Incapaz de calmar su agitación, deambuló sin rumbo por los concurridos bazares hasta que las torres occidentales se oscurecieron sobre un cielo azafranado, y el atardecer surgió como un mar gris y encrespado sobre las casas. Después volvió a la posada donde Elaith había sido atacada por la enfermedad y reclamó el dromedario que había dejado en el establo. Cabalgando a través de penumbrosas callejuelas, iluminadas únicamente por el débil resplandor de lámparas o velas que venían de las ventanas medio cerradas, encontró, una vez más, el camino hacia el centro de la ciudad.
La penumbra se había espesado hasta convertirse en oscuridad cuando llegó al área despejada que rodeaba el templo de Mordiggian. Las ventanas de las mansiones que daban a la zona estaban cerradas y sin luz, como si fuesen ojos muertos, y el mismo santuario, una colosal masa de negrura, estaba tan oscuro como cualquier mausoleo bajo las apiñadas estrellas. No parecía que nadie se moviese en el exterior, y aunque la quietud era favorable a sus proyectos, Phariom tembló con un estremecimiento de mortal amenaza y desolación. Los cascos de su camello sonaban sobre el pavimento con un sonido inquietante y sobrenatural y pensó que los oídos de los ocultos vampiros, escuchando alertas detrás del silencio, tendrían que oírlos. Sin embargo, en aquella oscuridad sepulcral no había atisbos de vida. Alcanzando el asilo de uno de los espesos grupos de viejos cedros, desmontó y ató el dromedario a una rama que crecía baja. Escondiéndose entre los árboles, como una sombra entre sombras, se aproximó al templo con infinita cautela y lo rodeó lentamente, viendo que sus cuatro partes, que correspondían a los cuatro cuadrantes de la Tierra, estaban todas igualmente abiertas, oscuras y desiertas. Volviendo por fin a la puerta oriental, donde había dejado su camello, se envalentonó para entrar en los negros y amenazadores portales.
Al cruzar el umbral se vio inmediatamente envuelto por una oscuridad muerta y pegajosa, aromatizada por un vago hedor de podredumbre y el olor a carne y huesos quemados. Advirtió que se encontraba en un pasillo gigantesco, y palpando el camino hacia delante por la pared de la derecha, pronto llegó a un repentino recodo y vio un resplandor azulado mucho más adelante, como si fuese algún salón central donde terminaba el corredor. Contra el resplandor se silueteaban unas columnas impresionantes, y al acercarse más vio cruzar a varias figuras oscuras y embozadas, que presentaban el perfil de unos cráneos enormes. Dos de ellos compartían la carga de un cuerpo humano que llevaban en sus brazos. A Phariom, que se había detenido en el sombrío salón, le pareció que el vago olor de putrescencia que flotaba en el aire se hacía más fuerte durante unos cuantos minutos después de que las figuras desaparecieron . Ninguna otra figura les seguía y el santuario recuperó su tranquilidad de mausoleo. Pero el joven esperó durante varios minutos, dudoso y temblando, antes de atreverse a seguir adelante. Una opresión de misterio sepulcral espesaba el aire y le ahogaba como los terribles efluvios de las catacumbas. Sus oídos se volvieron intolerablemente agudos y oyó un confuso zumbido, un sonido de voces profundas y viscosas indistinguiblemente mezcladas que parecían salir de la cripta bajo el templo.
Escurriéndose al fin hasta el extremo del salón, escudriñó lo que obviamente era el santuario mayor: una sala baja y con muchos pilares, cuya amplitud era revelada a medias por los fuegos azulados que brillaban y parpadeaban en numerosos vasos en forma de urnas sostenidos en solitario sobre esbeltas estelas.
Phariom vaciló ante aquel lúgubre umbral porque los olores mezclados de la carne quemada y podrida eran más pesados en el aire, como si estuviera más cerca de sus fuentes, y el espeso zumbido parecía ascender de una oscura escalera en el suelo, al lado de la pared izquierda. Pero la habitación, según todas las apariencias, estaba desprovista de vida y no se movía nada, excepto las ondulantes luces y sombras. En el centro percibió la silueta de una amplia mesa, esculpida en la misma piedra negra que el edificio. Sobre la mesa, medio iluminadas por la luz de las urnas o escudadas en la sombra de las pesadas columnas, yacían lado a lado unas cuantas personas, y Phariom supo que había encontrado el altar negro de Mordiggian donde estaban dispuestos los cadáveres reclamados por el dios. En su pecho, un salvaje y asfixiante temor luchaba con la esperanza más fuerte. Se acercó a la mesa temblando y le invadió una frialdad pegajosa, producida por la presencia de los muertos. La mesa tenía casi treinta pies de largo y se alzaba a la altura de la cintura, sostenida por una docena de sólidas patas. Comenzando por el extremo más cercano, recorrió la fila de cadáveres, escudriñando temerosamente los rostros vueltos hacia arriba. Estaban representados ambos sexos y muchas edades y rangos diferentes. Nobles y ricos mercaderes se apiñaban junto a los mendigos de sucios harapos. Algunos estaban recién muertos y otros, parecía, llevaban días allí, comenzando a mostrar señales de descomposición. En la ordenada fila se veían muchos huecos, lo que sugería que algunos cadáveres habían sido retirados de allí. Phariom continuó en la débil luz, buscando los amados rasgos de Elaith. Al fin, cuando se acercaba al extremo más lejano y había comenzado a temer que ella no estuviera entre ellos, la encontró.