El homúnculo

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Jinete Volad@r
Miron
Bakala
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Háganse a la idea de que no puedo jurar que mi historia sea cierta. Pudiera haber sido un sueño; o peor aún, un síntoma de algún severo desorden mental. Pero yo creo que es cierta. Después de todo, ¿cómo podemos estar seguros de todas las cosas que hay sobre la tierra? Aún existen monstruosidades extrañas, y espantosas e increíbles perversiones. Cada año que pasa, cada nuevo descubrimiento geográfico o científico, saca a la luz algún nuevo fragmento de la macabra evidencia de que el mundo no es, exactamente, el lugar que imaginamos. En ocasiones ocurren incidentes peculiares, que rozan la locura más absoluta.

¿Cómo podemos estar seguros de la validez de nuestras patéticas concepciones de la realidad? A cada hombre entre un millón, le es revelado un espantoso conocimiento, y el resto de nosotros permanecemos piadosamente ignorantes. Ha habido viajeros que jamás regresaron, y trabajadores de minería que desaparecieron. Y algunos de los que regresaron, fueron considerados locos, debido a lo que contaron, y otros prefirieron ocultar la sabiduría que tan horriblemente les había sido revelada. Ciegos como somos, sabemos muy poco de aquello que acecha más allá de nuestra vida normal. Ha habido relatos sobre serpientes marinas y criaturas de las profundidades; leyendas de enanos y gigantes; informes de raros horrores médicos y partos antinaturales. Asombrosas pesadillas de la personalidad humana, han salido a la luz bajo el espantoso estímulo de la guerra, de la plaga o de la hambruna. Ha habido caníbales, necrófilos, y gules, ritos impíos de adoración y sacrificio; maníacos homicidas, y crímenes blasfemos. Y cuando pienso, entonces, en lo que he visto y oído, y lo comparo con otras grotescas e increíbles realidades, comienzo a temer por mi razón.

Pero si existe alguna explicación cuerda de este asunto, le imploro a Dios que se me diga, antes de que sea demasiado tarde. El Doctor Pierce me dice que debo calmarme; me aconsejó que escribiera esta narración con el fin de mitigar mi aprensión. Pero no estoy calmado, y nunca me calmaré hasta que sepa la verdad de una vez por todas; hasta que esté enteramente convencido de que mis miedos no están fundados en una espantosa realidad.

Ya era un hombre nervioso, cuando acudí a descansar a Bridgetown. Había sido una dura prueba, aquel año en la escuela, y me hallaba muy feliz de apartarme de la tediosa rutina de las clases. El éxito de mis cursos de lectura aseguraban mi puesto en la facultad para el próximo año, y en consecuencia, aparté de mi mente cualquier especulación académica, cuando decidí tomarme unas vacaciones. Elegí ir a Bridgetown debido a las excelentes posibilidades que el lago me brindaba para la pesca de trucha. Las instalaciones que elegí, de entre toda la voluminosa literatura sobre hoteles, consistían en un lugar tranquilo y pacífico, según anunciaba el sencillo folleto. No ofrecía un campo de golf, un paseo, o una piscina cubierta. No hacía mención de ningún enorme salón de bolos, una orquesta de dieciocho piezas, o una cena formal. Y lo mejor de todo, el anuncio ni siquiera ensalzaba la grandeza escénica del lago y el bosque. No proclamaba, polisilábicamente, que el Lago Kane era "Un eterno paraíso de la Naturaleza, en el que cerúleos cielos y frondosa vegetación impelen al gozoso visitante a saborear los gozos de la juventud". Por aquel motivo, hice la reserva, llené mi maleta, preparé un par de pipas y salí.

Quedé más que satisfecho con el lugar, cuando llegué. Bridgetown es un pueblo pequeño y rústico; un apartado superviviente de días más antiguos y sencillos. Situado en el mismo Lago Kane, se halla por completo rodeado de bosques, y de suaves prados bañados por el sol en los que la gente de las granjas vive en serena felicidad. El peso de la civilización moderna ha caído muy débilmente sobre esta gente y sus maneras tranquilas. Son pocos los automóviles, tractores y demás. Hay algunos teléfonos, y a unas cinco millas de distancia, la Autovía del Estado proporciona un cómodo acceso al pueblo. Eso es todo. Las casas son viejas, las calles rectas. Los artistas, diletantes suburbanos y ascetas profesionales aún no han invadido aquel bucólico escenario. El número de veraneantes es pequeño y selecto. Unos cuantos cazadores y aficionados a la pesca, pero nada de ese gentío ordinario que sale a cazar por placer. Las familias de por allí no comparten esos gustos; ignorantes y poco sofisticados como son, reconocen fácilmente la vulgaridad.

Así que mi entorno era ideal. El lugar en el que me hospedaba era un hostal de tres plantas junto al mismo lago ‑la Casa Kane, regentada por Absolom Gates. Era un personaje de la vieja escuela; un vigoroso y encanecido veterano cuyo padre se había dedicado a la pesca hasta finales de los sesenta. Él mismo era un apasionado de todo lo referente a la pesca; pero sólo desde la ventana del salón Waltonian. Su instalación era algo así como la Meca de los pescadores. Las habitaciones eran grandes y aireadas; la comida abundante y excelentemente preparada por la hermana viuda de Gates. Tras mi primera inspección, me preparé a disfrutar de una estancia notablemente placentera.

Entonces, en mi primera visita al pueblo, me topé con Simon Maglore por la calle.

Conocí por primera vez a Simon Maglore durante mi segundo curso como instructor en la Escuela. Incluso entonces, me había impresionado enormemente. Y no sólo debido a sus características físicas, aunque eran bastante inusuales. Era alto y delgado, con unos hombros enormemente grandes, y la espalda ligeramente inclinada. No se trataba de una joroba, en el sentido habitual de la palabra, pero parecía sufrir un peculiar abultamiento tumoroso junto a su hombro izquierdo. Intentaba disimular aquel bulto, con gran vergüenza, pero su prominencia hacía que dichos intentos resultaran estériles. De todos modos, aparte de su desafortunada deformidad, Maglore había sido un tipo muy bien parecido. De cabello negro, ojos grises, piel suave, parecía ser un fino espécimen de hombre inteligente. Y fue esa inteligencia lo que tanto me había impresionado de él. Su trabajo en clase era rotundamente brillante, y en ocasiones alcanzaba calidades que rondaban el puro genio. Pese al deje peculiarmente mórbido de su trabajo en poesía y ensayo, era imposible ignorar el poder y la imaginación que podían producir tan salvajes escenarios y delirantes colores. Uno de sus poemas ‑La Bruja está Ahorcada ‑le hizo merecedor del Premio Edsworth Memorial de aquel año, y algunas de sus obras principales, fueron reeditadas en ciertas antologías privadas.

Desde el principio, sentí un gran interés hacia ese joven y su inusual talento. Al principio, no había respondido a mis intentos por llegar a él; me supuse que era un alma solitaria. Hasta qué punto era ésto debido a su peculiaridad física o a su actitud mental, es algo que no puedo decir. Había vivido solo en el pueblo, y se decía que tenía grandes metas. No se mezclaba con los demás estudiantes, aunque le habrían aceptado de buena gana, por su ánimo dispuesto, su encantadora disposición, y su vasto conocimiento del arte y la literatura. De cualquier modo, gradualmente, conseguí imponerme a su natural reticencia, y me gané su amistad. Me invitó a sus habitaciones, y hablamos.

Y fue entonces cuando averigüé sus firmes creencias en lo oculto y esotérico. Me habló de sus antepasados en Italia, y del interés que habían mostrado por la brujería. Uno de ellos había sido agente de los Medici. Habían emigrado a América en épocas tempranas, debido a ciertos cargos lanzados contra ellos por la Santa Inquisición. También me habló de sus propios estudios en los reinos de lo desconocido. Sus habitaciones estaban plagadas de extraños dibujos que había confeccionado a partir de sueños, e imágenes de arcilla, aún más extrañas. Sus estanterías contenían multitud de libros raros y antiguos. Observé la obra de Ranfts, "De Masticatione Mortuorum in Tumulis" (1734); la valiosísima "Cábala de Saboth" (traducción griega, circa 1686); los "Comentarios sobre la Brujería", de Mycroft; y el infame "Los Misterios del Gusano", de Ludvig Prinn.

Realicé numerosas visitas a sus apartamentos, antes de que Maglore abandonara la Escuela, repentinamente, en el otoño del año 33. La muerte de sus padres le hizo acudir al Este, y partió sin despedirse. Pero en el fondo, había aprendido a respetarle bastante, y sentía un profundo interés por sus planes futuros, que incluían un libro sobre la historia de la pervivencia de los cultos de brujas en América, y una novela que trataba sobre el efecto psicológico de la superstición sobre la mente. Nunca me escribió, y no volví a saber nada más de él hasta este encuentro casual en la calle del pueblo.

Me reconoció. Dudo mucho que yo hubiera sido capaz de identificarle a él. Había cambiado. Mientras nos estrechábamos la mano, noté su apariencia desastrada y poco cuidada. Parecía más viejo. Su rostro era más delgado, y mucho más pálido. Tenía oscuras sombras en torno a sus ojos ‑y en ellos. Sus manos temblaban; su rostro forzaba una sonrisa sin vida. Su voz era más profunda al hablar, pero preguntó por mi salud del mismo modo encantador que siempre lo había hecho. Rápidamente le expliqué el motivo de mi presencia allí, y comencé a preguntarle.

Me informó de que vivía allí, en la pequeña ciudad; había vivido allí desde la muerte de sus padres. Estaba trabajando de lleno en sus libros, pero sentía que el resultado de su labor justificaba de sobra cualquier inconveniente físico que pudiera sufrir. Se disculpó por su desaseado aspecto y sus maneras cansadas. Deseaba tener una larga charla conmigo alguna de estas noches, pero iba a estar muy atareado durante los próximos días. Posiblemente, a la semana siguiente, podría ir a visitarme al hotel ‑en aquel momento había salido a comprar papel al colmado del pueblo y se disponía a regresar a su casa. Con una precipitada despedida, me volvió la espalda y se alejó.

Y al hacerlo, recibí otro sobresalto. El bulto de su espalda había crecido. Ahora era virtualmente el doble de grande de lo que era cuando le conocí, y no había ya posibilidad alguna de ocultarlo. Indudablemente, el trabajo duro se había cobrado un precio severo en las energías de Maglore. Pensé en un sarcoma, y me estremecí. Caminando de vuelta al hotel, estuve dándole vueltas a la cabeza. La apariencia de Simon me preocupaba. No era saludable para él, el trabajar tan duro, y la elección de sus temas puede que no fuera la adecuada. El constante aislamiento y la tensión nerviosa se habían combinado para minar su constitución de un modo alarmante, y tomé la determinación de ofrecerme como mentor de sus actos. Resolví visitarle a la menor oportunidad, sin esperar a una invitación formal. Algo tenía que hacer.

A mi llegada al hotel se me ocurrió otra idea. Le preguntaría a Gates qué era lo que sabía sobre Simon y su trabajo. Quizás hubiera algo interesante aparte de su actividad, que pudiera explicar su curiosa transformación. De modo que busqué al entrañable caballero y le expuse la cuestión.

Lo que aprendí de él me dejó perplejo. Por lo visto, a los habitantes no le gustaban ni el Amo Simon, ni su familia. Sus antepasados habían sido bastante adinerados, pero su nombre había sido enturbiado por una dudosa reputación, incluso desde los primeros días. Brujas y hechiceros, tanto unos como otros, constituían su árbol genealógico. Sus oscuras actividades habían sido cuidadosamente ocultadas al principio, pero la gente de su entorno podía atestiguarlo. Por lo visto, casi todos los Maglore habían poseído ciertas malformaciones físicas que les habían hecho sospechosos. Algunos habían nacido con velos en los ojos; otros con pies palmeados. Uno o dos habían sido enanos, y todos ellos habían sido acusados, en algún momento, de poseer el popular "mal de ojo". Algunos de ellos habían sido nictálopes, podían ver en la oscuridad. Simon no era, por lo visto, el primer jorobado de la familia. Su abuelo lo había sido, y antes que él, su tatarabuelo.

Había también, muchos indicios de endogamia y de ser un clan cerrado. Eso, en opinión de Gates y de su gente, apuntaba claramente a una cosa... Brujería. Y tampoco era la única evidencia. ¿Acaso los Maglore no evitaban el pueblo y permanecían recluidos en su vieja casa de las colinas? Además, ninguno de ellos iba a la iglesia. ¿No se sabía de ellos, además, que daban largos paseos al ponerse el sol, y de noche, cuando toda la gente decente y respetable estaba durmiendo? Probablemente, tenían sus buenas razones para no mostrarse sociables. Quizás tenían cosas que deseaban ocultar en su vieja casa, y puede que tuvieran miedo de que esas cosas se supieran por allí. La gente sabía que aquel lugar estaba repleto de libros embrujados e impíos, y había una vieja historia que decía que toda la familia era fugitiva de algún lugar del extranjero, debido a algo que habían hecho. Después de todo, ¿Quién podía decirlo? Parecían sospechosos; actuaban de un modo raro; quizás lo eran. Desde luego, nadie podía decirlo a ciencia cierta. La histeria en masa de la quema de brujas y los rumores de posesiones satánicas no habían penetrado hasta esta parte de la región. No había indicios de altares en los bosques, ni las espectrales presencias forestales de los mitos indios. Ninguna desaparición ‑bovina o humana‑ podía ser imputada a la familia Maglore. Legalmente, su historial estaba limpio. Pero la gente les temía. Y éste último ‑Simon‑ era el peor.

Nunca se había comportado como es debido. Su madre murió al nacer él. Habían tenido que traerse a un doctor de fuera del pueblo ‑ningún hombre de la localidad habría tratado un caso así. El bebé, además, había nacido casi muerto. Durante algunos años nadie le había visto. Su padre y su tío habían dedicado todo su tiempo a cuidar de él. Cuando tenía siete años, el muchacho había sido enviado a una escuela privada. Regresó una vez, cuando tenía casi doce años. Fue cuando murió su tío. Se volvió loco, o algo así. En cualquier caso, tuvo una especie de ataque, que acabó desembocando en una hemorragia cerebral, según dijo el doctor.

Simon era por entonces, un muchacho muy apuesto ‑excepto por la giba, claro está. Pero no parecía estar muy desarrollada en aquel tiempo ‑de hecho, era bastante pequeña. Se quedó algunas semanas, y luego regresó de nuevo a la escuela. No había vuelto a aparecer hasta la muerte de su padre, hacía dos años. El anciano había muerto a solas en su gran casa, y el cuerpo no había sido descubierto hasta varias semanas después. Un vendedor ambulante había llamado; entró en el abierto vestíbulo, y encontró al viejo Jeffrey Maglore muerto en su gran butacón. Sus ojos estaban abiertos, y velados por una mirada de espantoso temor. Ante él, había un gran libro de hierro, cubierto de extraños e indescifrables caracteres.

Un médico, convocado apresuradamente, pronunció que su muerte se debía a un fallo cardíaco. Pero el vendedor, tras escrutar aquellos ojos cubiertos de pavor, y mirando las grotescas e inquietantes figuras del libro, no estaba tan seguro de ello. No tuvo oportunidad de curiosear por allí, de todos modos, pues aquella noche llegó el hijo. La gente le miró de un modo extraño cuando vino, pues aún no se le había enviado aviso alguno sobre la muerte de su padre. Callaron, también, cuando él les mostró una carta de hacía dos semanas, con la escritura del viejo, que anunciaba una premonición de muerte inminente, y aconsejaba al joven que regresara a casa. Las cuidadosas y contenidas frases de aquella carta, parecían tener un significado secreto; pues el joven nunca llegó a preguntar sobre las circunstancias de la muerte de su padre. El funeral fue privado; y el consiguiente entierro tuvo lugar en la cripta familar, junto a la casa.

Los insólitos y peculiares eventos que rodearon el regreso al hogar de Simon Maglore, pusieron inmediatamente en guardia a la gente. Tampoco ocurrió nada que alterara su opinión original acerca del muchacho. Permanecía solo todo el tiempo, en aquella casa silenciosa. No tenía criados, y no hizo amigos. Sus poco frecuentes viajes al pueblo, los hacía con el único propósito de obtener vituallas. Se las llevaba él mismo, en su coche. Compraba una buena cantidad de carne y pescado. De vez en cuando paraba por la farmacia, donde compraba sedantes. No parecía nada comunicativo, y contestaba a todas las preguntas con monosílabos. Aún así, era obviamente, una persona bien educada. En general, se rumoreaba que estaba escribiendo un libro. Gradualmente, sus visitas se hicieron cada vez menos frecuentes.

Entonces, la gente empezó a comentar su cambio de apariencia. De un modo sutil, pero evidente, se había alterado inquietantemente. En primer lugar, se notó que su deformidad se había incrementado. Se veía obligado a llevar un amplio gabán para ocultar su volumen. Caminaba con una ligera inclinación, como si su peso le diera problemas. Además, no iba nunca al médico, y nadie, de entre la gente del pueblo, tenía el valor de hacerle comentario alguno, o preguntarle sobre su estado. También estaba envejeciendo. Comenzaba a parecerse a su tío Richard, y sus ojos habían adoptado ese guiño especial que denotaba un poder nictalópico. Todo aquello excitaba los rumores entre la gente, para quien la familia Maglore había sido tema para interesantes conjeturas durante generaciones.

Más tarde, dichas especulaciones se habían basado en hechos más tangibles. Pues recientemente, Simon había aparecido por varias de las granjas aisladas de la región, paseando furtivamente. Preguntaba sobre todo a la gente de edad avanzada. Estaba escribiendo un libro, según les decía, acerca del folklore. Deseaba preguntarles sobre las antiguas leyendas de los alrededores. Preguntaba si alguno de ellos, había oído alguna vez relatos concernientes a cultos locales, o rumores sobre rituales en el bosque. ¿Había alguna casa encantada o lugar embrujado en la espesura? ¿Habían oído alguna vez el nombre "Nyarlathotep", o referencias a "Shub‑Niggurath" o al "Mensajero Negro"? ¿Podían recordar algo de los antiguos mitos de los Indios Pasquantog, acerca de los "hombres‑bestia", o recordaban alguna historia sobre oscuros encapuchados que sacrificaban terneros en las montañas? Estas y otras preguntas similares, pusieron en guardia a los granjeros, ya de por sí suspicaces por naturaleza. Si hubieran poseído tales conocimientos, éstos habrían sido de una naturaleza decididamente impía, y no se habrían atrevido a revelarlos a aquel forastero tan pagado de sí mismo. Algunos de ellos, sabían algo de esas cosas, debido a antiguos relatos que les habían llegado desde la costa, más al norte, y otros habían escuchado pesadillas susurradas por reclusos, acerca de las montañas del este. Había un montón de cosas en torno a esas materias, que ellos, francamente, no sabían, y que sospechaban que ningún forastero debería escuchar. Fuera donde fuera, Maglore se encontraba con evasivas o con reacciones escandalizadas, y partía tras haber dado una impresión decididamente mala.

Las historias sobre sus visitas comenzaron a multiplicarse. Adoptaron el tópico de una elaborada discusión. Un anciano lugareño en particular... un granjero llamado Thatcherton, que vivía solo en una pequeña parcela al oeste del lago, por debajo de la autovía... tenía una historia singularmente interesante que contar. Maglore había aparecido una noche, alrededor de las ocho, y llamó a la puerta. Persuadió a su anfitrión para que dialogara con él, y entonces intentó engatusarle, prometiendo revelarle cierta información concerniente a la presencia de un cementerio abandonado, que se rumoreaba existía en algún lugar de los alrededores.

El granjero contó que su invitado estaba en un estado próximo a la histeria, que afirmaba con la cabeza una y otra vez, del modo más melodramático, y hacía frecuentes alusiones a un montón de estupideces mitológicas sobre "los secretos de la tumba", "el décimotercer servidor", "la Fiesta de Ulder", y "los cantos de los Dholes". También hablaba de "el ritual del Padre Yig", y ciertos nombres que pronunció, relacionados con raras ceremonias en el bosque, que decía tenían lugar cerca de aquel cementerio. Maglore preguntó si le había desaparecido algún ternero, y si su anfitrión había escuchado alguna vez "voces en el bosque, haciéndole proposiciones". El hombre dijo que no, a todas aquellas cosas, y se negó a permitir que su invitado regresara a inspeccionar la zona por el día. En aquel momento, el inesperado visitante se mostró muy enfadado, y estaba a punto de objetar acaloradamente, cuando ocurrió algo muy extraño. Maglore empalideció de repente, y pidió que se le excusara. Parecía estar sufriendo fuertes dolores internos, pues se inclinó hacia delante y se dirigió a trompicones hasta la puerta. Y mientras lo hacía, ¡Thatcherton recibió la enloquecedora impresión de que la joroba de su espalda se estaba moviendo! Parecía agitarse, y agarrarse a los hombros de Maglore, ¡como si éste tuviera un animal escondido bajo su gabán! En aquella situación, Maglore se giró bruscamente, y se dirigió de espaldas hacia la salida, como intentando ocultar aquel inusual fenómeno. Salió rápidamente, sin mediar palabra, y corrió por el camino en dirección a su coche. Corrió como un mono, se introdujo frenéticamente en el interior del coche, y lo puso en marcha precipitadamente, haciendo que las ruedas rechinaran, mientras se alejaba del patio a toda prisa. Desapareció en la noche, dejando detrás a un hombre entristecido e intrigado, que no tardó en difundir entre sus amigos, el relato de su fantástico visitante.

Desde entonces, sus paseos habían cesado bruscamente, y hasta aquella misma tarde, Maglore no había vuelto a aparecer en el pueblo. Pero la gente seguía hablando, y no era bienvenido. Le hacían el vacío a ese hombre, fuera lo que fuera. Ésta era, en resumen, la historia de mi amigo Gates. Cuando terminó, me retiré a mi alcoba sin hacer comentarios, para meditar sobre el relato. No me inclinaba a apoyar las supersticiones locales. Mi larga experiencia en tales materias me hacían desacreditar automáticamente la mayoría de sus detalles. Sabía lo bastante de la psicología rural como para darme cuenta de que cualquier cosa fuera de lo ordinario es mirada siempre con sospecha. Supongamos que la familia Maglore vivía recluida: ¿Y qué? Cualquier grupo de procedencia extranjera tendería a vivir apartado. Parecía garantizada una predisposición racial a la deformidad... lo cual no les convertía en brujos. La masa ha perseguido a mucha gente acusándoles de brujería, cuando su único crimen consistía en poseer algún defecto físico. Incluso la endogamia era algo fácil de esperar cuando se sufría de ostracismo social. Pero ¿Qué había de mágico en todo aquello? Esas cosas son bastante comunes entre la gente del campo, no sólo entre los extranjeros. Además. ¿Libros raros? Seguramente. ¿Nictalopía? Era algo bastante común en todo el mundo. ¿Locura? Quizás... una mente solitaria suele degenerar. Simon era brillante, de todos modos. Desafortunadamente, su atracción hacia lo místico y lo desconocido le estaban conduciendo a la abstracción. Había sido una mala idea el buscar información para su libro entre la analfabeta población de aquel sitio. Naturalmente, eran intolerantes y desconfiados. Y su paupérrima condición física conseguía una importancia exagerada ante los ojos de aquellos crédulos pueblerinos.

Aún así, probablemente había la suficiente verdad en aquella narración distorsionada como para hacer que fuera imperativo el hablar al momento con Maglore. Debía salir de aquella atmósfera insana, y ver a un médico eficiente. Su genio no debía ser malgastado o destruido por tal obstáculo ambiental. Le asfixiaba, mental y físicamente. Me decidí a visitarle a la mañana siguiente. Tras aquella resolución, bajé a cenar, di un corto paso por el embarcadero del lago, a la luz de la luna, y me retiré a dormir.

A la tarde siguiente, me dispuse a cumplir mi propósito. La Mansión Maglore se alzaba en una explanada a una media milla de Bridgetown, y se reflejaba fantasmalmente sobre el lago. No era un lugar agradable; era demasiado viejo, y demasiado descuidado. Imaginé el aspecto que tendrían sus destartaladas ventanas en una noche sin luna, y me estremecí. Aquellas aberturas vacías me recordaban a un murciélago ciego. El tejado a dos aguas parecía su embozada cabeza, y las amplias habitaciones laterales, coronadas con torrecillas, bien podían servir de alas. Cuando me percaté del camino que seguían mis pensamientos me sentí sorprendido e inquieto. Mientras caminaba por el largo paseo, a la sombra de los árboles, me esforcé en reprimir mi imaginación. Estaba allí por un motivo concreto.

Me hallaba casi calmado cuando llamé al timbre. Su espectral sonido arrancó ecos por los serpenteantes corredores del interior. Sonaron pasos débiles y vacilantes, y entonces, con un chasquido, la puerta se abrió. Allí, recortado contra el umbral, estaba Simon Maglore. Maglore se asomaba al crepúsculo gris, y la distorsionada forma de su cuerpo quedaba piadosamente sumergida en una oleada de sombras. Había algo siniestro en el repelente ángulo que adoptaba al inclinarse así, y no me atreví a mirar fijamente a su abultada espalda o a sus brazos, que colgaban lacios a los lados. Tan sólo su rostro resultaba visible por completo. Era una máscara mortuoria de cera, con una expresión vacía que parecía no reconocerme.

Sólo sus ojos estaban vivos. Sus pupilas dilatadas brillaban en la oscuridad con una intensidad felina. Le observé, intentando dominar la inexplicable repulsión que surgía en mi interior.

‑Simon,‑le dije, ‑He venido a...

Sus labios se apretaron. ¿Fue una ilusión debida a la luz, o sus labios me parecieron gusanos blancos que se arrastraban por su rostro? ¿Fue una ilusión o su boca me pareció una negra caverna de la cual surgieron sus palabras?

No pude saberlo. No tuve certeza de nada, excepto de una cosa; la voz que se arrastró débilmente hasta mis oídos no era la voz del Simon Maglore que yo conocía. Era más débil, chillona, y cargada de una oculta sorna.

‑Vete. No puedo verte hoy ‑susurró.

‑Pero quería ayudarte. Yo...

‑Vete, estúpido... ¡Vete!

La puerta se cerró con un portazo ante mi atónita cara, y me encontré solo. Pero no estuve solo en mi camino de vuelta al pueblo. Mis pensamientos se hallaban hechizados por la presencia de otro... aquella presencia agresiva, ajena, que una vez fue mi amigo, Simon Maglore.

Aún me hallaba aturdido cuando regresé al pueblo. Pero después de llegar a mi cuarto del hotel, comencé a razonar conmigo mismo. Mi romántica imaginación me había jugado una mala pasada. El pobre Maglore estaba enfermo... probablemente era víctima de algún severo trastorno nervioso. Recordé que acostumbraba a comprar sedantes en la farmacia local. En mi estúpido arranque emotivo, había confundido tristemente su desafortunada dolencia. ¡Qué crío había sido! Debía regresar al día siguiente y disculparme. Después, Maglore debía ser persuadido para marcharse, y volver de nuevo a su ser original. Parecía estar francamente mal, y además, su temperamento le estaba dominando. ¡Cómo había cambiado ese hombre!

Aquella noche dormí poco. Por la mañana temprano volví a salir. En esta ocasión evité cuidadosamente las inquietantes imágenes mentales que la vieja casa sugería a mi susceptible cerebro. En ello estaba cuando toqué el timbre. Fue un Maglore diferente el que me recibió. También él había cambiado para bien. Parecía viejo y enfermo, pero había una luz normal en sus ojos y una sana entonación en su voz mientras me hacía entrar cortésmente, y se disculpaba por su delirante espasmo del día anterior. Era víctima de frecuentes ataques, según dijo, y planeaba marcharse en breve y tomarse unas largas vacaciones. Estaba ansioso por terminar su libro... ya le quedaba muy poco... y regresar al trabajo de la Universidad. Y de aquel asunto, cambió abruptamente la conversación a una serie de nostálgicos interludios. Recordaba nuestra mutua asociación en el campus, cuando nos sentábamos a charlar, y parecía ansioso por enterarse de los asuntos de la Escuela. Durante casi una hora, vitualmente monopolizó la conversación y la mantuvo de ese modo, para así evitar cualquier pregunta directa de naturaleza personal por mi parte.

De cualquier modo, me resultó fácil ver que estaba muy lejos de encontrarse bien. Parecía estar trabajando bajo una intensa presión; sus palabras parecían forzadas, su actitud tensa. Una vez más, noté lo pálido que estaba; como desprovisto de sangre. Su malformada espalda parecía inmensa; y su cuerpo, en consecuencia, parecía encogido. Recordé mis temores sobre un tumor canceroso, y me pregunté si no sería el caso. Mientras tanto, se agitaba, obviamente incómodo. Su charla parecía casi vacía; las estanterías estaban desordenadas, y los espacios vacíos estaban cubiertos de polvo. No había papeles ni manuscritos visibles sobre la mesa. Una araña había construido su tela en el techo. Durante una pausa en su conversación, le pregunté por su trabajo. Respondió vagamente que era muy absorbente, y que le estaba robando casi todo su tiempo. De todos modos, había realizado algunos descubrimientos sorprendentes, que resultaban un pago generoso por sus esfuerzos. Le resultaría emocionalmente agotador, en su actual estado, entrar en detalles sobre lo que estaba haciendo, pero podía anticiparme que ya sólo sus hallazgos en el campo de la brujería abrirían nuevos capítulos a la historia antropológica y metafísica. Estaba particularmente interesado en la vieja tradición acerca de los "familiares"... las diminutas criaturas que se decía que eran los emisarios del diablo, y que se suponía que ayudaban a la bruja o el hechicero bajo la forma de un pequeño animal... una rata, un gato, un ave o un reptil. En ocasiones se representaban como pertenecientes al cuerpo del mismo brujo, o nutriéndose de él. La idea de una "tetilla del diablo" en los cuerpos de las brujas, allí donde sus familiares succionaban los nutrientes de su sangre, quedaba plenamente iluminada por los hallazgos de Maglore. Su libro tenía también un aspecto médico; tenía la firme convicción de presentar tales hechos sobre bases científicas. Los efectos de desórdenes glandulares en los casos denominados de "posesión demoniaca" eran también estudiados.

Y con aquello, Maglore terminó abruptamente. Se sentía muy cansado, me dijo, y necesitaba algo de reposo. Pero confiaba en ver terminado en breve su trabajo, y entonces le gustaría marcharse para un largo descanso. No era saludable para él, el vivir solo en aquella vieja casa, y en ocasiones le asaltaban pensamientos extraños, y tenía raros lapsus de memoria. De todos modos, no tenía alternativa en aquellos momentos, dado que la naturaleza de sus investigaciones demandaban tanto privacidad como soledad. En ocasiones, sus experimentos requerían de ciertas vías y cursos para los que era mejor no ser molestado, y no estaba muy seguro de cuánto tiempo podría seguir aguantando la presión. De todos modos, lo llevaba en la sangre... probablemente yo ya estaba al corriente de que procedía de una larga saga de necromantes. Pero basta de tales cosas. Me rogó que me fuera al momento. Volvería a escucharle de nuevo, a primeros de la semana siguiente.

Mientras me levantaba, noté de nuevo lo débil y agitado que parecía Simon. Ahora caminaba con una excesiva inclinación, y la presión sobre su espalda debía de ser enorme. Me condujo por el largo vestíbulo hasta la puerta, y mientras guiaba el camino, noté el temblor de su cuerpo, mientras se delimitaba contra el llameante crepúsculo que penetraba a través de los paños de las ventanas. Sus hombros se movían con una lenta y suave ondulación, como si la giba de su espalda estuviera latiendo de vida. Recordé el relato de Thatcherton, el viejo granjero, que clamaba haber visto realmente tal movimiento. Durante un momento, me asaltó una poderosa náusea; entonces me di cuenta de que la menguante luz estaba creando una ilusión óptica de lo más común.

Al alcanzar la puerta, Maglore se esforzó por despedirme apresuradamente. Ni siquiera extendió su mano para un apretón de despedida, sino que se limitó a murmurar un breve "buenas noches", con voz tensa y dubitativa. Le observé en silencio unos instantes cuán desmejorado parecía su rostro, antaño apuesto, incluso ante la luz de rubí del ocaso. Entonces, mientras observaba, una sombra reptó por su cara. Parecía ser púrpura y oscura, en una súbita y escalofriante metamorfosis. El oscurecimiento aquel, se hizo más pronunciado, y leí el pánico en sus ojos. Incluso mientras me forzaba a mí mismo a responder a su despedida, el horror se arrastró hasta su rostro. Su cuerpo cayó en aquella peculiar y encogida postura que ya antes había notado, y sus labios se curvaron en una macabra expresión. Por un momento, pensé de verdad que aquel hombre estaba a punto de atacarme. En lugar de ello, se rió... una risa chillona, aguda, que ascendió oscuramente hasta mi cerebro. Abrí la boca para hablar, pero él retrocedió hacia la oscuridad del vestíbulo y cerró la puerta.

Me quedé estupefacto por la sorpresa, no del todo desprovista de miedo. ¿Estaría enfermo Maglore, o en realidad era un demente? Cosas así de grotescas no parecían posibles en un hombre normal. Me apresuré, avanzando en el brillante crepúsculo. Mi mente, embrujada, estaba inmersa en profundas deliberaciones, y el distante sonido de los cuervos se mezclaba con mis pensamientos, como una letanía malvada.

A la mañana siguiente, tras una noche de turbulentas deliberaciones, tomé una decisión. Funcionara o no, Maglore debía marcharse, y al momento. Estaba a punto de sufrir un serio colapso físico y mental. Sabiendo lo inútil que me iba a resultar, el regresar allí y dscutir con él, decidí que podía emplear algunos métodos más fuertes para hacerle ver la luz. De modo que, aquella tarde, me entrevisté con el Doctor Carstairs, el médico local, y le conté todo lo que sabía. Enfaticé particularmente, el inquietante suceso de la tarde anterior, y le dije con franqueza lo que sospechaba. Tras una larga discusión, Carstairs accedió a acompañarme al momento hasta la casa de los Maglore, y allí tomar las medidas que fueran necesarias para sacarle de allí. En respuesta a mi petición, el doctor trajo consigo los materiales necesarios para un completo examen físico. Una vez que pudiera persuadir a Simon para que se sometiera a un diagnóstico médico, estaba seguro de que vería que los resultados hacían necesario que se pusiera en tratamiento al instante.

El sol se ocultaba cuando me acomodé en el asiento del copiloto del Ford del Doctor Carstairs y nos dirigimos a las afueras de Bridgetown por la carretera del sur, donde los cuervos emitían sus peculiares sonidos. Nos movíamos lentamente, y en silencio. De modo que fuimos capaces de escuchar claramente aquel singular y agudo alarido desde la vieja casa de la colina. Agarré el brazo del doctor sin mediar palabra, y un segundo más tarde abandonábamos la carretera y nos introducíamos en el patio de entrada. "Dese prisa", musité mientras recorría a toda prisa el paseo y me disponía a subir de un salto los escalones hasta la cerrada puerta principal.

Golpeamos la madera con el puño, inútilmente, y entonces nos dirigimos a las ventanas del ala izquierda. La luz del ocaso menguaba en una tensa y expectante oscuridad, mientras trepábamos por la abertura y nos dejábamos caer sobre el suelo del interior. El Doctor Carstairs accionó una linterna de bolsillo, y nos pusimos de pie. El corazón me retumbaba en el pecho, pero ningún otro sonido rompió el silencio sepulcral mientras abríamos la puerta de la estancia y avanzábamos por el oscuro vestíbulo hasta el estudio. A nuestro alrededor, sentí una horrible Presencia; un demonio al acecho que vigilaba nuestro avance con ojos de insana burla, y cuya maligna alma se agitó con una risa infernal mientras abríamos la puerta del estudio y descubríamos lo que yacía en su interior.

Entonces, ambos gritamos. Simon Maglore yacía a nuestros pies, con la cabeza girada, y sus apretados hombros descansando sobre un pequeño lago de cálida sangre fresca. Estaba boca abajo, y se había quitado la ropa de cintura para arriba, de modo que toda su espalda era visible. Cuando vimos lo que allí descansaba, casi enloquecimos, y entonces comenzamos a hacer lo que debíamos, intentando apartar nuestra mirada, en la medida de lo posible, de aquella cosa absolutamente monstruosa del suelo.

No me pidan que lo describa con detalle. No puedo hacerlo. Hay ocasiones en las que los sentidos se nublan piadosamente, debido a que una completa percepción podría ser fatal. Incluso ahora, hay ciertas cosas que desconozco acerca de aquella abominación, y no me atrevo a permitirme recordarlas. Tampoco les hablaré sobre los libros que encontramos en aquella habitación, o sobre el terrible documento que había sobre la mesa, y que constituía la Obra Maestra inacabada de Simon Maglore. Lo quemamos todo en la chimenea antes de llamar al pueblo solicitando un forense; y si el doctor se hubiera salido con la suya, también habríamos destruído a la Cosa. Y fue entonces, cuando apareció el forense para hacer su examen, cuando los tres juramos guardar silencio en lo concerniente al modo exacto en el que Simon Maglore había hallado la muerte. Entonces nos fuimos, pero antes de que yo hubiera quemado el otro documento... la carta dirigida a mí, que Maglore se hallaba escribiendo en el momento de morir.

Y así, como ven, nadie lo supo jamás. Más tarde me encontré con que la propiedad me había sido donada, y la casa está siendo demolida mientras escribo estas líneas. Pero debo hablar, aunque sólo sea para aliviar mi propio tormento. No me atrevo a reproducir la carta por entero; pero sí puedo incluir una parte de aquella increible blasfemia:

"...y por ello, claro está, es por lo que comencé a estudiar brujería. Aquello me impelía a hacerlo. ¡Dios, si sólo pudiera hacer que comprendieras ese horror! El nacer de este modo... con esta cosa, este homúnculo, ¡ese monstruo! Al principio era pequeño; todos los doctores decían que era un siamés no desarrollado. ¡Pero estaba vivo! Tenía un rostro y dos manos, pero con unas piernas se adentraban en mi carne, y que le conectaban a mi cuerpo..."

"Durante tres años lo mantuvieron bajo sigiloso estudio. Yacía con el rostro inclinado hacia abajo, apoyado en mi espalda, y sus manos se agarraban a mis hombros. Los hombres decían que contaba con su propio par de diminutos pulmones, pero que carecía de estómago y de sistema digestivo. Aparentemente, obtenía sus nutrientes a través del tubo carnoso que lo unía a mi cuerpo. ¡Y crecía! Pronto, abrió los ojos, y comenzó a desarrollar unos pequeños dientes. En una ocasión, mordió en la mano a uno de los doctores... De modo que decidieron mandarme de nuevo a casa. Era obvio que no podía ser extirpado. Juré mantener en secreto todo el asunto, y ni siquiera mi padre lo supo, casi hasta el final. Vestía ropas anchas, y aquello no crecía demasiado, al menos hasta que regresé... ¡Entonces se produjo aquel cambio infernal!"

"Me hablaba, te digo. ¡Me hablaba!... aquel rostro pequeño y arrugado, como el de un monito... el modo en que movía aquellos diminutos ojos rojizos... esa vocecita chillona decía "más sangre, Simon... Quiero más"... y entonces crecía; debía alimentarle dos veces al día, y cortar las uñas de sus pequeñas manos negras..."

"Pero nunca predije esto. ¡Jamás me di cuenta de que estaba tomando el control! Antes me habría suicidado. ¡Lo juro! El año pasado comenzó a darse a conocer durante algunas horas y a darme algunos datos. Dirigía la redacción de mi libro, y en ocasiones me obligaba a salir de noche en extraños vagabundeos... Tomaba cada vez más y más sangre, y yo me debilitaba más y más. Cuando volvía en mí, intentaba combatirlo. Busqué todo aquel material sobre las leyendas de los familiares, e investigué, intentando zafarme de su dominio. Pero fue en vano. Y mientras tanto, él crecía y crecía; se hizo más fuerte, más atrevido y más sabio. Ahora hablaba conmigo, y en ocasiones me tanteaba. Supe que deseaba que le escuchara y obedeciera todo el tiempo. ¡Las promesas que me hizo aquella horrible boquita! Convocaría al Oscuro y me uniría a un Culto. Entonces tendríamos poder para mandar, y para llamar a la tierra a una nueva Maldad."

"No deseaba obedecer... ya lo sabes. Pero me estaba volviendo loco, y perdía tanta sangre... ahora, Eso tomaba el control casi todo el tiempo, y ello hizo que yo temiera volver a la ciudad, porque esta Cosa diabólica podría pensar que yo estaba intentando escapar, y podría moverse en mi espalda y asustar a la gente... Cuando tenía los lapsus, y Eso controlaba mi mente, escribía sin parar... y entonces viniste."

"Sé que quieres que me vaya, pero Eso no me dejará. Es demasiado tozudo para permitirlo. Incluso mientras intento escribir estas líneas, puedo sentirle, lanzando órdenes a mi mente para que me detenga. Pero no me detendré. Te lo contaré todo, mientras aún tenga oportunidad; antes de que me domine para siempre y cumpla su negra voluntad con mi pobre cuerpo, y domine mi alma indefensa. Deseo que sepas dónde se halla mi libro, para que puedas destruirlo si algo ocurriera. Quiero decirte cómo disponer de esos espantosos volúmenes viejos de la librería. Y por encima de todo. Deseo que me mates, si llegaras a ver que el homúnculo ha ganado el control absoluto. ¡Dios sabe lo que intentará hacer cuando me haya doblegado!... ¡Qué duro me está resultando luchar, pues en todo momento me está ordenando que baje mi pluma y queme esta hoja! Pero le combatiré... debo hacerlo, hasta que pueda contarte qué fue lo que me dijo la criatura... lo que planea dejar suelto por el mundo cuando me tenga totalmente esclavizado... Te lo diré... No puedo pensar... Lo escribiré, ¡maldito seas! ¡Para!... ¡No! ¡No hagas eso! Mantén tus manos..."

Eso es todo. Maglore se detuvo allí, debido a su muerte; porque aquella Cosa no deseaba que se revelara su secreto. Es espantoso pensar en aquel horror, propio de una pesadilla, pero ese pensamiento no es el peor. Lo que me turba es lo que vi cuando abrimos aquella puerta... la imagen que explicaba cómo había muerto Maglore.

Allí estaba Maglore, en el suelo, cubierto de sangre. Estaba desnudo hasta la cintura, como ya he dicho; y yacía boca abajo. Pero en su espalda estaba aquella Cosa, tal como la había descrito. ¡Y fue aquel pequeño monstruo, temiendo que sus secretos fueran revelados, quien trepó un poco más alto por la espalda de Simon Maglore, y quien, apretando sus diminutas zarpas negras en torno a su desprotegido cuello, las hundió en la carne hasta matarle!