Aquel día infortunado en que compré la casa tanto tiempo anhelada, tras la mudanza y caída la noche, me sentía vigilado. Inspeccioné habitación por habitación sin encontrar nada fuera de lo ordinario, excepto el hecho de que aquella paranoia prevalecía. Soy pintor, y en el prolífico curso de mi vida he visto de todo lo bueno y de todo lo malo, pero esta consideración sufrió un giro copernicano al descubrir aquellos cuadros que decoraban las antiguas paredes de mi nuevo hogar. ¿Cómo describirlos sin recurrir a tecnicismos inherentes a la terminología de mi arte? Escalofriantes. Por esa razón los confiné a la habitación más oscura y apartada de la casa.
La primera noche oí ruidos inquietantes. Mis íntimos allegados me conocen perfectamente en lo que concierne a los nervios: no tolero lo que rompe mi apacibilidad, siendo capaz de llegar a las últimas consecuencias. Al fin, habiendo recorrido de extremo a extremo la casa, no sin cierta dificultad por serme aún extraña, detecté que procedían de la habitación donde guardara las horripilantes pinturas. Cuanto más me aproximaba, los ruidos se matizaban de tonos diabólicos y terroríficos, como si golpearan fuertemente, intercalado de sollozos que erizaban el vello de mi piel. Así como iniciaron, cesaron abruptamente, abandonando mi mano en la perilla de la puerta.
Indeciso, me acosté; angustiado y con razón: los ruidos retornaron con mayor ardor. Quise ser indiferente... ¡Mala suerte! Amaneció y aún tiritaba. La luz del sol naciente me devolvió la valentía. Arañada fieramente, cual si unas zarpas la hubieran rasgado hasta abrir enormes roturas, se levantaba la puerta amenazadora. Qué podía concluir de ello. Fue reparada, pero al ponerse el sol y crecer las horas nocturnas, los ruidos volvieron.
El mes transcurrió, y los ruidos perduraron, inmutables, monótonos, al igual que mi pánico. Aún así, se reconstruyó el piso superior, que había decaído con el inexorable paso de los años. Suspicaz, me informaron de hallazgos de huesos humanos, salpicados de sangre reseca y marchita. Los envolví en un paño y busqué consejo. Una caritativa anciana, vecina lejana, arrojaría luz sobre lo oscuro del misterio.
Estremecida, me preguntó por su procedencia, a lo que respondí de inmediato. Enterada de cuál era mi residencia, me rogó algo enervada que me retirase, bendiciéndome en el nombre de Dios. Acongojado por su reacción, continué con las indagaciones. No hubo expectativas ni consuelo en un mínimo de información; sí surtió una modificación en cuanto a los ruidos nocturnos: esta vez herían con sus ecos el espacio desde una habitación distinta, que deduje a partir de su frecuencia y diferencia acústica. En el colmo de mi hastío, me lancé hacia la habitación y al encender las luces, mi mirada se clavó en uno de los cuadros, colocado frente a mí directamente. El terror me venció. Di unas zancadas, arrancándolo fuera de mi vista; instantáneamente las luces se apagaron y la puerta se cerró de golpe. Algo vibraba con malignidad, una presencia obtusa, de pesadilla. No distinguía absolutamente nada; sentí horribles dolores, y en mi mente una voz demoníaca se reía de mí, taladrándome el cráneo. Desesperado, corrí fuera de la habitación, sin volverme a ver atrás.
Salí disparado de la casa; en mi atropello, avisté la casa de un vecino. Toqué la puerta, manando sudor de la piel. Él, aturdido, recibió mi pedido, preguntándome por qué: pasar la noche en su hogar, explicándole que un animal salvaje que había irrumpido en el mío. Accedió. En el baño examiné mis heridas: rasguños que rozaban el hueso, moretones muy graves y marcas por doquier. Agradecí haber ingeniado la estratagema porque mi estado era deplorable.
Al día siguiente acudí donde la anciana, angustiado a más no poder. Ella me rogó le hablase y le narré mis pesares, a lo que me respondió en tono lúgubre que mi propia casa había sido la sede de múltiples actos satánicos: invocaciones y sacrificios humanos.
-Decidimos probarnos nosotros mismos -me contaba la anciana- e intentamos invocar al demonio más poderoso que pudiéramos, pero algo falló en medio del ritual y se abrió una brecha hacia el inframundo por donde los peores demonios invadieron nuestro mundo. Solo conseguimos cerrar el portal; a los demonios que lograron salir los encerramos en los cuadros de la casa mediante conjuros prohibidos, pero antes de aprisionar al más poderoso, este nos maldijo a todos y a la casa. Mis compañeros se miraban entre ellos; yo tendría 23 años en ese entonces. No volví a verlos desde ese día; tiempo después me enteré de que uno de ellos murió en misteriosas circunstancias, y así uno tras otro hasta quedar yo. A mis 72 años siento que es mi turno. Vela por esos cuadros porque los demonios se liberarán y te atormentarán hasta la muerte, castigando a los siguientes dueños de la casa en un ciclo eterno.
Todo tenía sentido. Asumí mi suerte: proteger la casa y los cuadros a toda costa. La anciana falleció poco tiempo después sin saberse cómo. Y yo sería el próximo, pero no me resignaba completamente: acabaría con tal desgracia de una vez y para siempre.
Esperé hasta el día de mi muerte, acallando a esos malditos demonios. Y llegó la noche en que me aventuré valerosamente a la habitación de los cuadros y los ruidos. Uno de las pinturas rasgada encontré. Quise reaccionar, presintiendo lo peor, pero un empujón leve y luego un infierno de golpes y mordidas se apoderó de mi cuerpo vulnerable. Al acto tomé el encendedor que tenía preparado: sabía qué hacer. Le fui prendiendo fuego a la casa, feliz, experimentando una paz inmensa. El fin tan anhelado de una condenada maldición. Así pensaba, mientras las llamas ardían terriblemente, en tonos púrpura y añil encendido.
Sin embargo sé que mi egoísmo lo pagará caro: destruidos los cuadros, los demonios están libres, su elemento es el fuego. El incendio apenas sí los acarició. Ahora galopan los cielos de la noche, por el mundo errantes, buscando víctimas para atormentarlas hasta el hastío, y luego aniquilarlas fríamente.
Si una de estas noches, tarde o temprano, escuchas ruidos extraños, huecos, siniestros en la soledad de tu casa, y tus cuadros aparecen heridos por garras iracundas, ¡corre porque te encontraron y jugarán contigo hasta la hora de tu muerte!
La primera noche oí ruidos inquietantes. Mis íntimos allegados me conocen perfectamente en lo que concierne a los nervios: no tolero lo que rompe mi apacibilidad, siendo capaz de llegar a las últimas consecuencias. Al fin, habiendo recorrido de extremo a extremo la casa, no sin cierta dificultad por serme aún extraña, detecté que procedían de la habitación donde guardara las horripilantes pinturas. Cuanto más me aproximaba, los ruidos se matizaban de tonos diabólicos y terroríficos, como si golpearan fuertemente, intercalado de sollozos que erizaban el vello de mi piel. Así como iniciaron, cesaron abruptamente, abandonando mi mano en la perilla de la puerta.
Indeciso, me acosté; angustiado y con razón: los ruidos retornaron con mayor ardor. Quise ser indiferente... ¡Mala suerte! Amaneció y aún tiritaba. La luz del sol naciente me devolvió la valentía. Arañada fieramente, cual si unas zarpas la hubieran rasgado hasta abrir enormes roturas, se levantaba la puerta amenazadora. Qué podía concluir de ello. Fue reparada, pero al ponerse el sol y crecer las horas nocturnas, los ruidos volvieron.
El mes transcurrió, y los ruidos perduraron, inmutables, monótonos, al igual que mi pánico. Aún así, se reconstruyó el piso superior, que había decaído con el inexorable paso de los años. Suspicaz, me informaron de hallazgos de huesos humanos, salpicados de sangre reseca y marchita. Los envolví en un paño y busqué consejo. Una caritativa anciana, vecina lejana, arrojaría luz sobre lo oscuro del misterio.
Estremecida, me preguntó por su procedencia, a lo que respondí de inmediato. Enterada de cuál era mi residencia, me rogó algo enervada que me retirase, bendiciéndome en el nombre de Dios. Acongojado por su reacción, continué con las indagaciones. No hubo expectativas ni consuelo en un mínimo de información; sí surtió una modificación en cuanto a los ruidos nocturnos: esta vez herían con sus ecos el espacio desde una habitación distinta, que deduje a partir de su frecuencia y diferencia acústica. En el colmo de mi hastío, me lancé hacia la habitación y al encender las luces, mi mirada se clavó en uno de los cuadros, colocado frente a mí directamente. El terror me venció. Di unas zancadas, arrancándolo fuera de mi vista; instantáneamente las luces se apagaron y la puerta se cerró de golpe. Algo vibraba con malignidad, una presencia obtusa, de pesadilla. No distinguía absolutamente nada; sentí horribles dolores, y en mi mente una voz demoníaca se reía de mí, taladrándome el cráneo. Desesperado, corrí fuera de la habitación, sin volverme a ver atrás.
Salí disparado de la casa; en mi atropello, avisté la casa de un vecino. Toqué la puerta, manando sudor de la piel. Él, aturdido, recibió mi pedido, preguntándome por qué: pasar la noche en su hogar, explicándole que un animal salvaje que había irrumpido en el mío. Accedió. En el baño examiné mis heridas: rasguños que rozaban el hueso, moretones muy graves y marcas por doquier. Agradecí haber ingeniado la estratagema porque mi estado era deplorable.
Al día siguiente acudí donde la anciana, angustiado a más no poder. Ella me rogó le hablase y le narré mis pesares, a lo que me respondió en tono lúgubre que mi propia casa había sido la sede de múltiples actos satánicos: invocaciones y sacrificios humanos.
-Decidimos probarnos nosotros mismos -me contaba la anciana- e intentamos invocar al demonio más poderoso que pudiéramos, pero algo falló en medio del ritual y se abrió una brecha hacia el inframundo por donde los peores demonios invadieron nuestro mundo. Solo conseguimos cerrar el portal; a los demonios que lograron salir los encerramos en los cuadros de la casa mediante conjuros prohibidos, pero antes de aprisionar al más poderoso, este nos maldijo a todos y a la casa. Mis compañeros se miraban entre ellos; yo tendría 23 años en ese entonces. No volví a verlos desde ese día; tiempo después me enteré de que uno de ellos murió en misteriosas circunstancias, y así uno tras otro hasta quedar yo. A mis 72 años siento que es mi turno. Vela por esos cuadros porque los demonios se liberarán y te atormentarán hasta la muerte, castigando a los siguientes dueños de la casa en un ciclo eterno.
Todo tenía sentido. Asumí mi suerte: proteger la casa y los cuadros a toda costa. La anciana falleció poco tiempo después sin saberse cómo. Y yo sería el próximo, pero no me resignaba completamente: acabaría con tal desgracia de una vez y para siempre.
Esperé hasta el día de mi muerte, acallando a esos malditos demonios. Y llegó la noche en que me aventuré valerosamente a la habitación de los cuadros y los ruidos. Uno de las pinturas rasgada encontré. Quise reaccionar, presintiendo lo peor, pero un empujón leve y luego un infierno de golpes y mordidas se apoderó de mi cuerpo vulnerable. Al acto tomé el encendedor que tenía preparado: sabía qué hacer. Le fui prendiendo fuego a la casa, feliz, experimentando una paz inmensa. El fin tan anhelado de una condenada maldición. Así pensaba, mientras las llamas ardían terriblemente, en tonos púrpura y añil encendido.
Sin embargo sé que mi egoísmo lo pagará caro: destruidos los cuadros, los demonios están libres, su elemento es el fuego. El incendio apenas sí los acarició. Ahora galopan los cielos de la noche, por el mundo errantes, buscando víctimas para atormentarlas hasta el hastío, y luego aniquilarlas fríamente.
Si una de estas noches, tarde o temprano, escuchas ruidos extraños, huecos, siniestros en la soledad de tu casa, y tus cuadros aparecen heridos por garras iracundas, ¡corre porque te encontraron y jugarán contigo hasta la hora de tu muerte!