Expiación

shinhy_flakes

Jinete Volad@r
Miron
Bakala
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Después de haber leído millones de artículos que mencionaban sitios supuestamente malditos y visto millones de vídeos de gente que alegaba haberlos visitado todos, me sentí decidido a hacer lo mismo con mis amigos, y empezamos a frecuentar las zonas más extrañas que podíamos encontrar en un radio relativamente pequeño: cementerios, bosques vírgenes, casas abandonadas y hospitales por la noche, cuando sólo el personal de seguridad tiene el permiso de vagar por allí. Un 11 de febrero, decidimos ir a una expedición en los bosques de Japón, un viaje costoso pero que valía la pena: la tranquilidad de un silencio sepulcral, la permanente duda de si éramos los únicos allí, era todo lo que nos podían ofrecer aquellos vastos lugares con escasez de turistas.
Caminamos horas en una colina muy empinada, hasta el punto que tuvimos que descansar las piernas para no bajar rodando luego de caer al suelo por el dolor; anochecía, el frío parecía casi invernal en comparación al aire tibio que habíamos sentido al llegar, y todos mis compañeros, a pesar de no decirlo, me miraban amenazadoramente para incitarme a volver al vehículo en el que habíamos viajado; sin embargo, a pesar de lo egoísta que pueda sonar, yo no estaba allí para dar un paseo y volver cuando empezara a bajar la temperatura.
El deseo de resignarnos y volver a bajar por la colina aumentó cuando percibimos el crujido de hojas secas al ser aplastadas por botas enormes; seguramente sería el guardabosque, eso no nos preocupaba, pero nosotros no habíamos pagado ni teníamos permiso de estar allí. A pesar de estar cubiertos por mantas gruesas y haber puesto una suerte de "campamento", no nos molestamos en recogerlo, y nos despojamos de todo para empezar a correr cuesta arriba. Sentimos nuevamente el ardor incomparable de unos pies cansados, pero estábamos conscientes de que parar no era una opción, por lo que nos forzamos a escalar, hasta encontrarnos con... peldaños, peldaños de ladrillo.
Al acabarse la escalinata, nos encontramos con una especie de altar de apariencia occidental, impropio de aquellas regiones tan rurales de Japón. Salvo por el inmenso arco de color rojo que decoraba el "patio" donde se alzaba la construcción, y las letras kanji grabadas en oro sobre la roca que componía el altar, todo parecía hecho por un europeo de la Edad Media. Uno de nosotros, aunque estaba desesperado por beber algo y relajarse de una vez, estuvo mirando un rato el fondo de la montaña, con tal de comprobar que el guardabosques se había ido. Nos sentamos, con el corazón en la garganta, bajo la luz acogedora de la luna, a beber la poca cantidad de agua que nos quedaba; aunque ahora me siento culpable, en aquellos momentos ninguno de mis amigos se atrevió a mirarme con desprecio o a insultarme, sólo se limitaron a observar sus propias piernas con resignación.
Supongo que no nos dimos cuenta del momento en que nos dormimos, pues al despertar, habíamos perdido total noción del tiempo y un sol abrasador de color rojo nos acusaba desde lo alto; justo frente a mí se hallaba la visión de dos hombres con piel morena arrancándole los ojos a uno de mis compañeros y vaciándolos con una daga con mango de hueso. El sueño que aún tenía poder sobre mí no me permitía tener reacción alguna, por lo que sólo pude bajar la cabeza una vez más y ver de reojo la escena: aquellos hombres tenían sus cabezas cubiertas por bolsas de lona, dándoles una apariencia de verdugos demacrados. Los "verdugos" procedieron a tomar unas pinzas que tenían cuidadosamente ubicadas cerca de ellos y a utilizarlas para extraer pedazos de piel del estómago.
La escena era horripilante, y probablemente el resto de personas que observaban aquella mutilación deberían estar gritando y agonizando en su propio asco e indignación, pero yo me sentía demasiado cansado para moverme y protestar contra ese acto. "Quizá es lo que nos merecemos", me atreví a pensar.
El ritual de asesinato no hubo terminado hasta que un gigantesco pájaro blanco apareció para triturar con su pico los restos de carne que cubrían el torso de mi amigo, arrancando con sus patas cuanto órgano funcional encontrara en su camino; tirados en el suelo, pude ver su hígado destazado, un pulmón perforado y un camino conformado por su intestino delgado. Él, dentro de la poca consciencia que le quedaba, seguía gritando con un hilo de voz; finalmente, cuando la masa que conformaba todo su ser se hallaba reducida a un esqueleto con filamentos y músculos sueltos, los dos verdugos tomaron gigantescas palas de acero oxidado y aplastaron la totalidad de sus huesos de un solo golpe. Ninguno de nosotros creyó que iban a estar conformes con eso, por lo que los hombres tomaron al siguiente de mis compañeros, retirándolo de la cruz donde había sido puesto dolorosamente bajo el soporte de algunas lianas con espinas, al igual que todos nosotros. En el camino, varios trozos de piel se quedaron atrás.
Mientras volvían a iniciar la parte en la que le extraían los globos oculares, seguí sin poner resistencia, pero me pregunté: "¿Es todo esto sólo por no obedecer cuando nos dijeron que no podíamos pasar? Y... ¿cuándo terminará esta expiación?"