Dicen que los seres inmundos de los Viejos Tiempos acechan
en oscuros rincones olvidados de la Tierra,
y que aún se abren las Puertas que liberan, ciertas noches,
a unas formas prisioneras del Infierno.
- Justin Geoffrey.
La primera vez que leí algo sobre esta cuestión fue en el extraño libro de Von Junzt, aquel extravagante alemán que vivió tan singularmente y murió en circunstancias misteriosas y terribles. Quiso la suerte que cayese en mis manos su obra Cultos sin nombre, llamada también el Libro Negro, en su edición original publicada en Dusseldorf en 1839, poco antes de que al autor le sorprendiese su terrible destino. Los bibliógrafos suelen conocer los Cultos sin nombre a través de la edición barata y mal traducida que publicó Bridewell en Londres, en el año 1845, o de la edición cuidadosamente expurgada que sacó a la luz la Golden Goblin Press de Nueva York en 1909. Pero el volumen con el que yo me tropecé era uno de los ejemplares alemanes de la edición completa, encuadernado con pesadas cubiertas de piel y cierres de hierro herrumbroso. Dudo que haya más de media docena de estos ejemplares en todo el mundo hoy en día; primero, porque no se imprimieron muchos, y además, porque cuando corrió la voz de cómo había encontrado la muerte su autor, muchos de los que poseían el libro lo quemaron asustados.
Von Junzt (1795-1840) pasó toda su vida buceando en temas prohibidos. Viajó por todo el mundo, consiguió ingresar en innumerables sociedades secretas y llegó a leer un sinfín de libros y manuscritos esotéricos. En los densos capítulos del Libro Negro, que oscilan entre una sobrecogedora claridad de exposición y la oscuridad más ambigua, hay detalles y alusiones que helarían la sangre del hombre más equilibrado. Leer lo que Von Junzt se atrevió a poner en letra de molde, suscita conjeturas inquietantes sobre lo que no se atrevió a decir. ¿De qué tenebrosas cuestiones, por ejemplo, trataban aquellas páginas, escritas con apretada letra, del manuscrito en que trabajaba infatigablemente pocos meses antes de morir, y que se encontró destrozado y esparcido por el suelo de su habitación cerrada con llave, donde Von Junzt fue hallado muerto con señales de garras en el cuello? Eso nunca se sabrá, porque el amigo más allegado del autor, el francés Alexis Landeau, después de una noche de recomponer los fragmentos y leer el contenido, lo quemó y se cortó el cuello con una navaja de afeitar.
Pero el contenido del volumen publicado es ya suficientemente estremecedor, aun admitiendo la opinión general de que tan sólo representa una serie de desvaríos de un enajenado. Entre multitud de cosas extrañas encontré una alusión a la Piedra Negra, ese monolito siniestro que se cobija en las montañas de Hungría y en torno al cual giran tantas leyendas tenebrosas. Von Junzt no le dedicó mucho espacio. La mayor parte de su horrendo trabajo se refiere a los cultos y objetos de adoración satánica que, según él, existen todavía; y esa Piedra Negra representaría algún orden o algún ser perdido, olvidado hace ya cientos de años. No obstante, al mencionarla, se refiere a ella como a una de las claves. Esa expresión se repite muchas veces en su obra, en diversos pasajes, y constituye uno de los elementos oscuros de su trabajo. Insinúa brevemente haber visto escenas singulares en torno a un monolito, en la noche del 24 de junio. Cita la teoría de Otto Dostmann, según la cual este monolito sería un vestigio de la invasión de los hunos, erigido para conmemorar una victoria de Atila sobre los godos. Von Junzt rechaza esta hipótesis sin exponer ningún argumento para rebatirla; únicamente advierte que atribuir el origen de la Piedra Negra a los hunos es tan ilógico como suponer que Stonehenge fue erigido por Guillermo el Conquistador.
La enorme antigüedad que esto daba a entender excitó extraordinariamente mi interés y, tras haber salvado algunas dificultades, conseguí localizar un ejemplar, roído por las ratas, de Los restos arqueológicos de los Imperios Perdidos (Berlín, 1809; Ed. Der Drachenhaus), de Dostmann. Me decepcionó el comprobar que la referencia que hacía Dostmann sobre la Piedra Negra era más breve que la de Von Junzt, despachándola en pocas líneas como monumento relativamente moderno comparado con las ruinas grecorromanas de Asia Menor, que eran su tema favorito. Admitía, eso sí, su incapacidad para descifrar los deteriorados caracteres grabados en el monolito, pero declaraba que eran inequívocamente mongólicos. Sin embargo, entre los pocos datos de interés que suministraba Dostmann, figuraba su referencia al pueblo vecino a la Piedra Negra: Stregoicavar, nombre nefasto que significa algo así como Pueblo Embrujado. No logré más información, a pesar de la minuciosa revisión de guías y artículos de viajes que llevé a cabo. Stregoicavar, que no venía en ninguno de los mapas que cayó en mis manos, está situado en una región agreste, poco frecuentada, lejos de la ruta de cualquier viajero casual. En cambio, encontré motivo de meditación en las Tradiciones y costumbres populares de los magiares, de Dornly. En el capítulo que se refiere a «Mitos sobre los sueños» cita la Piedra Negra y cuenta extrañas supersticiones a este respecto. Una de ellas es la creencia de que, si alguien duerme en la proximidad del monolito, se verá perseguido para siempre por monstruosas pesadillas; y cita relatos de aldeanos que hablaban de gentes demasiado curiosas que se aventuraban a visitar la Piedra Negra en la noche del 24 de junio, y que morían en loco desvarío a causa de algo que habían visto allí.
Eso fue todo lo que saqué en claro de Dornly, pero mi interés había aumentado muchísimo al presentir que en torno a esa piedra había algo claramente siniestro. La idea de una antigüedad tenebrosa, las repetidas alusiones a acontecimientos monstruosos en la noche del 24 de junio, despertaron algún instinto dormido de mi ser, de la misma forma que se siente, más que se oye, la corriente de algún oscuro río subterráneo en la noche. Y de pronto me di cuenta de que existía una relación entre esta Piedra y cierto poema fantástico y terrible escrito por el poeta loco Justin Geoffrey: El pueblo del monolito. Las indagaciones que realicé me confirmaron que, en efecto, Geoffrey había escrito este poema durante un viaje a Hungría; por consiguiente, no cabía duda de que el monolito a que se refería en sus versos extraños era la misma Piedra Negra. Leyendo nuevamente sus estrofas sentí una vez más las extrañas y confusas agitaciones de los mandatos del subconsciente que había observado la primera vez que tuve conocimiento de la Piedra.
Había estado pensando qué sitio elegir para pasar unas cortas vacaciones, hasta que me decidí. Fui a Stregoicavar. Un tren anticuado me llevó a Temesvar hasta una distancia todavía respetable de mi punto de destino; luego, en tres días de viaje en un coche traqueteante, llegué al pueblecito, situado en un fértil valle encajonado entre montañas cubiertas de abetos. El viaje transcurrió sin incidencias. Durante el primer día, pasamos por el viejo campo de batalla de Schomvaal, donde un bravo caballero polaco-húngaro, el conde Boris Vladinoff, había presentado una valerosa e inútil resistencia frente a las victoriosas huestes de Solimán el Magnífico, cuando, en 1526, el Gran Turco se lanzó a la invasión de la Europa oriental. El cochero me señaló un gran túmulo de piedras desmoronadas en una colina próxima, bajo el cual descansaban, según dijo, los huesos del valeroso conde. Recordé entonces un pasaje de las Guerras turcas, de Larson: «Después de la escaramuza (en la que el conde había rechazado la vanguardia de los turcos con un reducido ejército), el conde permaneció al pie de la muralla del viejo castillo de la colina para disponer el orden de sus fuerzas. Un ayudante le trajo una cajita lacada que había encontrado en el cuerpo del famoso escriba e historiógrafo Selim Bahadur, caído en la refriega. El conde extrajo de ella un rollo de pergamino y comenzó a leer. No bien terminó las primeras líneas, palideció intensamente y, sin pronunciar una palabra, metió el documento en la caja y la ocultó bajo su capa. En ese preciso momento abría fuego un cañón turco, y los proyectiles dieron contra el viejo castillo ante el espanto de los húngaros, que vieron derrumbarse las murallas sobre el esforzado conde. Sin caudillo, el valeroso ejército se desbarató, y en los años de guerra asoladora que siguieron, no llegaron a recuperarse los restos mortales del noble caballero. Hoy, los naturales del país muestran un inmenso montón de ruinas cerca de Schomvaal, bajo las cuales, según dicen, todavía descansa lo que los siglos hayan respetado del conde Boris Vladinoff.»
Stregoicavar me dio la sensación de un pueblecito dormido que desmentía su nombre siniestro, un remanso de paz respetado por el progreso. Los singulares edificios, y los trajes y costumbres aún más extraños de sus gentes, pertenecían a otra época. Eran amables, algo curiosos, sin ser preguntones, a pesar de que los visitantes extranjeros eran sumamente escasos.
—Hace diez años, llegó otro americano. Estuvo pocos días en el pueblo —dijo el dueño de la taberna donde me había hospedado—. Era un muchacho bastante raro —murmuró para sí—; un poeta, me parece.
Comprendí que debía referirse a Justin Geoffrey.
—Sí, era poeta —contesté—; y escribió un poema sobre un paraje próximo a este mismo pueblo.
—¿De veras? —mi patrón se sintió interesado—. Entonces, si todos los grandes poetas son raros en su manera de hablar y de comportarse, él debe haber alcanzado gran fama, porque las cosas que hacía y sus conversaciones eran lo más extraño que he visto en ningún hombre.
—Eso les ocurre a casi todos los artistas —observé—. La mayor parte de su mérito se le ha reconocido después de muerto.
—¿Ha muerto, entonces?
—Murió gritando en un manicomio hace cinco años.
—Lástima, lástima —suspiró con simpatía—. Pobre muchacho... Miró demasiado la Piedra Negra.
Me dio un vuelco el corazón. No obstante, disimulé mi enorme interés y dije como por casualidad:
—He oído algo sobre esa Piedra Negra. Creo que está por aquí cerca, ¿no?
—Más cerca de lo que la gente cristiana desea —contestó—. ¡Mire!
Me condujo a una ventana enrejada y me señaló las laderas, pobladas de abetos, de las acogedoras montañas azules.
—Allá, al otro lado de la gran cara desnuda de ese risco tan saliente que ve usted, ahí se levanta esa piedra maldita. ¡Ojalá se convirtiese en polvo, y el polvo se lo llevara el Danubio hasta lo más profundo del océano! Una vez, los hombres quisieron destruirla, pero todo el que levantaba el pico o el martillo contra ella moría de una manera espantosa. Ahora la rehuyen.
—¿Qué maldición hay sobre ella? —pregunté interesado.
—El demonio, el demonio que la está rondando siempre —contestó con un estremecimiento—. En mi niñez conocí a un hombre que subió de allá abajo y se reía de nuestras tradiciones... Tuvo la temeridad de visitar la Piedra en la noche del 24 de junio, y al amanecer entró de nuevo en el pueblo como borracho, enajenado, sin habla. Algo le había destrozado el cerebro y le había sellado los labios, pues hasta el momento de su muerte, que ocurrió poco después, tan sólo abrió la boca para proferir blasfemias o babear una jerigonza incomprensible.
-Mi sobrino, de pequeñito, se perdió en las montañas y durmió en los bosques inmediatos a la Piedra, y ahora, en su madurez, se ve atormentado por sueños enloquecedores, de tal manera que a veces te hace pasar una noche espantosa con sus alaridos, y luego despierta empapado de sudor frío. Pero cambiemos de tema, Herr. Es mejor no insistir en estas cosas.
Yo hice un comentario sobre la manifiesta antigüedad de la taberna, y me dijo orgulloso:
—Los cimientos tienen más de cuatrocientos años. El edificio primitivo fue la única casa del pueblo que no destruyó el incendio, cuando los demonios de Solimán cruzaron las montañas. Aquí, en la casa que había sobre estos mismos cimientos, se dice que tenía el escriba Selim Bahadur su cuartel general durante la guerra que asoló toda esta comarca.
Luego supe que los habitantes de Stregoicavar no son descendientes de los que vivieron allí antes de la invasión turca de 1526. Los victoriosos musulmanes no dejaron con vida a ningún ser humano —ni en el pueblo ni en sus contornos— cuando atravesaron el territorio. Los hombres, las mujeres y los niños fueron exterminados en un rojo holocausto, dejando una vasta extensión del país silenciosa y desierta. Los actuales habitantes de Stregoicavar descienden de los duros colonizadores que llegaron de las tierras bajas y reconstruyeron el pueblo en ruinas, una vez que los turcos fueron expulsados. Mi patrón no habló con ningún resentimiento de la matanza de los primitivos habitantes. Me enteré de que sus antecesores de las tierras bajas miraban a los montañeses incluso con más odio y aversión que a los propios turcos. Habló con vaguedad respecto a las causas de esta enemistad, pero dijo que los anteriores vecinos de Stregoicavar tenían la costumbre de hacer furtivas excursiones a las tierras bajas, robando muchachas y niños. Además, contó que no eran exactamente de la misma sangre que su pueblo; el vigoroso y original tronco eslavo-magiar se había mezclado, cruzándose con la degradada raza aborigen hasta fundirse en la descendencia y dar lugar a una infame amalgama. Él no tenía la más ligera idea de quiénes fueron esos aborígenes; únicamente sostenía que eran «paganos», y que habitaban en las montañas desde tiempo inmemorial, antes de la llegada de los pueblos conquistadores.
Di poca importancia a esta historia. En ella no veía más que una leyenda semejante a las que dieron origen la fusión de las tribus celtas y los aborígenes mediterráneos de las montañas de Escocia, y las razas mestizas resultantes que, como los pictos, tanta importancia tienen en las leyendas escocesas. El tiempo produce un curioso efecto de perspectiva en el folklore. Los relatos de los pictos se entremezclaron con ciertas leyendas sobre una raza mongólica anterior, hasta el punto de que, con el tiempo, se llegó a atribuir a los pictos los repulsivos caracteres del achaparrado hombre primitivo, cuya individualidad fue absorbida por las leyendas pictas, perdiéndose en ellas. Del mismo modo, pensaba yo, podría seguirse la pista de los supuestos rasgos inhumanos de los primeros pobladores de Stregoicavar hasta sus orígenes en los más viejos y gastados mitos de los pueblos invasores, los mongoles y los hunos. A la mañana siguiente de mi llegada pedí instrucciones a mi patrón —que por cierto me las dio de muy mala gana—, y me puse en camino, en busca de la Piedra Negra. Después de una caminata de varias horas cuesta arriba, por entre los abetos de las laderas, llegué a la cara abrupta de la escarpa que sobresalía poderosamente del costado de la montaña. De allí ascendía un estrecho sendero que la coronaba. Subí por él, y desde arriba contemplé el tranquilo valle de Stregoicavar, que parecía dormitar protegido a uno y otro lado por las grandes montañas azules. Entre la escarpa donde estaba yo y el pueblo no se veían cabañas ni signo alguno de vida humana. Había bastantes granjas diseminadas por el valle, pero todas estaban situadas al otro lado de Stregoicavar. El pueblo mismo parecía huir de los ásperos riscos que ocultaban la Piedra Negra.
La cima de las escarpas formaba una especie de meseta cubierta de denso bosque. Caminé por la espesura y en seguida llegué a un claro muy grande, y en el centro de ese claro se alzaba un descarnado monolito de piedra negra. Era de sección octogonal, y tendría unos cuatro o cinco metros de altura y medio metro aproximadamente de diámetro. Se veía bien que había sido perfectamente pulimentado en su tiempo, pero ahora la superficie de la piedra mostraba numerosas mellas, como si se hubiesen llevado a cabo salvajes esfuerzos por demolerla. Pero los picos apenas habían conseguido desconcharla y mutilar los caracteres que la ornaban en espiral hasta arriba, en torno al fuste. Hasta una altura de dos metros y medio o poco más, las inscripciones estaban casi totalmente destruidas, de tal manera que resultaba muy difícil averiguar sus características. Más arriba se veían mucho mejor conservadas, y yo me las arreglé para trepar por la columna y examinarlas de cerca. Todas estaban deterioradas en mayor o menor grado, pero era evidente que no pertenecían a ninguna lengua que yo pudiera recordar en ese momento sobre la faz de la Tierra. Lo que más llegaba a parecérseles, de todo cuanto había visto en mi vida, eran unos toscos garabatos trazados sobre cierta roca gigantesca, extrañamente simétrica, de un valle perdido del Yucatán. Recuerdo que, al señalarle aquellos trazos, a mi compañero, que era arqueólogo, él sostuvo que eran efecto natural de la erosión, o el inútil garabateo de un indio. Yo le expuse mi teoría de que la roca era realmente la base de una columna desaparecida, pero él se limitó a reír, y me dijo que reparase en las dimensiones que suponía; de haberse levantado allí una columna de acuerdo con las normas ordinarias de las proporciones arquitectónicas, habría tenido lo menos trescientos metros de altura. Pero no me dejó convencido.
No quiero decir que los caracteres grabados sobre la Piedra Negra fuesen semejantes a los de la descomunal roca del Yucatán, sino que me los sugerían. En cuanto a la materia del monolito, también me desconcertó. La piedra que habían empleado para tallarla era de un color negro y tenía un brillo mate; y su superficie, allí donde no había sido raspada o desconchada, producía un curioso efecto de semitransparencia. Pasé en aquel lugar la mayor parte de la mañana y regresé perplejo. La Piedra no me sugería ninguna relación con ningún otro monumento del mundo. Era como si el monolito hubiese sido erigido por manos extrañas en una edad remota y ajena a la humanidad. Regresé al pueblo. De ninguna manera había disminuido mi interés. Ahora que había visto aquella piedra tan singular, sentía mucho más apremiante el deseo de investigar el asunto con mayor amplitud e intentar descubrir por qué extrañas manos y con qué extraño propósito fue levantada la Piedra Negra, en lejanos tiempos. Busqué al sobrino del tabernero y le pregunté sobre sus sueños, pero estuvo muy confuso, aun cuando hizo lo posible por complacerme. No le importaba hablar de ellos, pero era incapaz de describirlos con la más mínima claridad. Aunque tenía siempre los mismos sueños, ya a pesar de que se le presentaban espantosamente vividos, no le dejaban huellas claras en la conciencia. Los recordaba como un caos de pesadilla en las que inmensos remolinos de fuego arrojaban tremendas llamaradas y retumbaba incesantemente un tambor. Sólo recordaba con claridad que una noche había visto en sueños la Piedra Negra, no en la falda de la montaña, sino rematando la cima de un castillo negro y gigantesco.
En cuanto al resto de los vecinos, observé que no les gustaba hablar de la Piedra, excepto al maestro, hombre de una instrucción sorprendente, que había pasado mucho más tiempo fuera que cualquier otro de sus convecinos. Se interesó muchísimo en lo que le conté sobre las observaciones de Von Junzt relativas a la Piedra Negra, y manifestó vivamente que estaba de acuerdo con el autor alemán en cuanto a la edad que atribuía al monolito. Estaba convencido de que alguna vez existió en las proximidades una sociedad satánica, y que posiblemente todos los antiguos vecinos habían sido miembros de ese culto a la fertilidad que amenazó con socavar la civilización europea y dio origen a tantas historias de brujería. Citó el mismo nombre del pueblo para probar su punto de vista. Originalmente no se llamaba Stregoicavar, dijo; de acuerdo con las leyendas, los que fundaron el pueblo lo llamaron Xuthltan, que era el primitivo nombre del lugar sobre el que asentaron sus casas, hace ya muchos siglos. Este hecho me produjo otra vez un indescriptible sentimiento de desazón. El nombre bárbaro no me sugería relación alguna con las razas escitas, eslavas o mongolas a las que deberían haber pertenecido los habitantes de estas montañas.
Los magiares y los eslavos de las tierras bajas creían sin duda que los primitivos habitantes del pueblo eran miembros de un culto maléfico como se demostraba, a juicio del maestro, por el nombre que dieron al pueblo y que se mantuvo aun después de ser aniquilados los antiguos pobladores por los turcos y haberlo reconstruido una raza más pura. No creía él que fueran los iniciados en ese culto quienes erigieron el monolito, aunque opinaba que lo emplearon como centro de sus actividades; y, basándose en vagas leyendas que se venían transmitiendo desde antes de la invasión turca, expuso una teoría según la cual los degenerados pobladores antiguos lo habían usado como una especie de altar sobre el cual ofrecieron sacrificios humanos, empleando como víctimas a las muchachas y a los niños robados a los propios antepasados de los actuales pobladores, que a la sazón vivían en las tierras bajas. Desestimaba el mito de los horripilantes sucesos de la noche del 24 de junio, así como la leyenda de una deidad extraña que el pueblo hechicero invocaba por medio de rituales cantos salvajes, de flagelaciones y de sadismo, como se decía. No había visitado la Piedra en la noche del 24 de junio, según confesó, pero no le daría miedo hacerlo; lo que había existido o lo que allí sucedió en otro tiempo, fuera lo que fuese, se había sumido en la niebla del tiempo y del olvido. La Piedra Negra había perdido su significado salvo el de ser el nexo de unión con un pasado muerto y polvoriento.
Hacía cosa de una semana que estaba yo en Stregoicavar cuando, una noche, al volver de una visita al maestro, me quedé impresionado de pronto al recordar que... ¡estábamos a 24 de junio! Era, pues, la noche en que, según las leyendas, sucedían cosas misteriosas en relación con la Piedra Negra. En vez de meterme en la taberna, crucé el pueblo a buen paso. Stregoicavar estaba en silencio; los vecinos solían retirarse temprano. No vi a nadie en mi camino. Me interné por entre los abetos que ocultaban las faldas de las montañas en una susurrante oscuridad. Una gran luna plateada parecía suspendida encima del valle, inundando los peñascos y pendientes con una luz inquietante y perfilando negras sombras en el suelo. No soplaba aire entre los abetos, y, no obstante, se oía elevarse un murmullo fantasmal y misterioso. Mi fantasía evocaba quimeras. Seguramente en una noche como ésta, hacía siglos, volaban por el valle las brujas desnudas, a horcajadas sobre sus escobas, perseguidas por sus burlescos demonios familiares. Encaminé mis pasos hacia las escarpas. Me sentía algo inquieto al notar que la engañosa luz de la luna les prestaba un aspecto artificioso que no había notado antes: bajo aquella luz fantástica, habían perdido su apariencia de escarpas naturales para convertirse en ruinas de gigantescas murallas que sobresalían de la ladera.
Esforzándome por apartar de mí esta ilusión extraña, subí hasta la meseta y dudé un momento antes de sumergirme en la tremenda oscuridad de los bosques. Una especie de tensión mortal se cernía sobre las sombras, como si un monstruo invisible contuviera su aliento para no ahuyentar a su presa. Deseché este sentimiento —perfectamente natural, considerando el carácter imponente del lugar y su infame reputación— y me abrí paso a través del bosque, experimentando la desagradable sensación de que me seguían. Tuve que detenerme una vez, seguro de que algo vacilante y pegajoso me había rozado la cara en la oscuridad. Salí al claro y vi el alto monolito alzando su silueta desnuda sobre la hierba. En la linde del bosque, en dirección a la escarpa, había una piedra que formaba como una especie de asiento natural. Me senté en ella, pensando que probablemente fue allí donde el poeta loco Justin Geoffrey había escrito su fantástico El pueblo del monolito. El tabernero pensaba que era la Piedra lo que había ocasionado la locura de Geoffrey, pero la semilla de la locura estaba sembrada en el cerebro del poeta mucho antes de haber visitado Stregoicavar.
Eché una mirada al reloj. Eran casi las doce. Me recosté en espera de cualquier manifestación espectral que pudiese aparecer. Comenzaba a levantarse una brisa suave entre las ramas de los abetos y su música me recordaba la de unas gaitas invisibles y lánguidas susurrando una melodía pavorosa y maligna. La monotonía del sonido y mi mirada invariablemente fija en el monolito me produjeron una especie de autohipnosis; me estaba quedando amodorrado. Luché contra esta sensación, pero el sueño pudo conmigo. El monolito parecía ladearse, danzar extrañamente, retorcerse. Entonces me dormí. Abrí los ojos y traté de levantarme, pero no me fue posible; parecía como si una mano helada me agarrara sin que yo pudiera hacer nada. Un frío terror se apoderó de mí. El claro del bosque ya no estaba desierto. Se veía atestado de una silenciosa multitud de gentes extrañas. Mis ojos dilatados repararon en los raros y bárbaros detalles de sus atuendos. Mi entendimiento me decía que eran remotísimos, olvidados incluso en esta tierra atrasada. «Seguramente —pensé—, son gentes del pueblo que han venido aquí para celebrar algún cónclave grotesco.» Pero otra mirada me hizo comprender que aquellas gentes no eran de Stregoicavar. Eran más bajos de estatura, más rechonchos, tenían la frente más deprimida, la cara más ancha y abotargada. Algunos poseían rasgos eslavos y magiares, pero dichos rasgos se veían degradados por la mezcla con alguna raza extranjera más baja que no me era posible clasificar. Muchos de ellos vestían con pieles de bestias feroces, y todo su aspecto, tanto el de los hombres como el de las mujeres, era de una brutal sensualidad. Aquellas gentes me horrorizaban y me repugnaban, aunque no me prestasen atención alguna. Habían formado un inmenso semicírculo delante del monolito. Empezaron una especie de cántico extendiendo los brazos al unísono y balanceando sus cuerpos rítmicamente de cintura para arriba. Todos los ojos estaban fijos en la cúspide de la Piedra, a la que parecían estar invocando. Pero lo más extraño de todo era el tono apagado de sus voces; a menos de cincuenta metros de donde yo estaba, centenares de hombres y mujeres levantaban sus voces en una melodía salvaje y, sin embargo, aquellas voces me llegaban como un murmullo débil, confuso, como si viniera de muy lejos, a través del espacio... o del tiempo.
Delante del monolito había como un brasero, del que se elevaban vaharadas de un humo amarillo, repugnante, nauseabundo, que se enroscaba en torno al monumento formando una extraña espiral, como una serpiente inmensa y borrosa. A un lado de este brasero yacían dos figuras: una muchacha completamente desnuda, atada de pies y manos, y un niño que tendría tan sólo unos meses. Al otro lado, se acuclillaba una vieja hechicera con un extraño tambor en su regazo. Tocaba con las manos abiertas, con golpes pausados y leves; pero yo no la oía. El ritmo de los cuerpos balanceantes empezó a adquirir mayor rapidez. Entonces saltó una mujer desnuda al espacio que quedaba libre entre la multitud y el monolito; llameaban sus ojos, su larga cabellera flotaba alborotada mientras danzaba vertiginosamente sobre la punta de sus pies, dando vueltas por todo el espacio libre, hasta que cayó prosternada ante la Piedra y allí quedó inmóvil. Inmediatamente, la siguió una figura fantástica, un hombre vestido tan solo con una piel de macho cabrío colgando de la cintura, y cuyas facciones estaban ocultas por una máscara fabricada con una enorme cabeza de lobo, de tal manera que daba la impresión de un ser monstruoso, pesadillesco, mezcla horrible de elementos humanos y bestiales. Sostenía en la mano un haz de varas de abeto, atado por los extremos más gruesos. La luz de la luna brillaba en una pesada cadena de oro que llevaba enlazada en el cuello. Prendida a esta cadena, llevaba otra de cuyo extremo debería haber colgado algún objeto que, sin embargo, faltaba.
La multitud agitaba los brazos con violencia y redoblaba sus gritos, mientras esa grotesca criatura galopaba por el espacio abierto dando saltos y cabriolas. Se acercó a la mujer que yacía al pie del monolito y comenzó a azotarla con las varas; entonces ella se levantó de un salto y se entregó a la danza más salvaje e increíble que había visto en mi vida. Su atormentador bailó con ella manteniendo el mismo ritmo, colocándose a su altura en cada giro y cada salto, al tiempo que descargaba despiadados golpes sobre su cuerpo desnudo. Y a cada golpe que le daba, gritaba una palabra extraña; y así una y otra vez, y toda la gente le coreaba. Podía verles mover los labios. Ahora el débil murmullo de sus voces se fundió y se hizo un solo grito, distante y lejano, repetido continuamente en un éxtasis frenético. Pero no logré entender lo que gritaban. Los danzantes giraban en vertiginosas vueltas, mientras los espectadores, de pie todavía en sus sitios, seguían el ritmo de la danza con el balanceo de sus cuerpos y los brazos entrelazados. La locura aumentaba en los ojos de la mujer que cumplía aquel rito violento, y se reflejaba en la mirada de los demás. Se hizo más salvaje y extravagante el frenético girar de aquella danza enloquecedora... Se convirtió en un cuadro bestial y obsceno, en tanto que la vieja hechicera aullaba y batía el tambor como una enajenada, y las varas componían una canción demoníaca.
La sangre corría por los miembros de la danzante, pero ella parecía no sentir la flagelación sino como un acicate para continuar el salvajismo de sus movimientos desenfrenados. Al saltar en medio del humo amarillento que empezaba a extender sus tenues tentáculos para abrazar a las dos figuras danzantes, se hundió en aquella niebla hedionda y desapareció de la vista. Volvió a surgir otra vez, seguida inmediatamente de aquel individuo bestial que la flagelaba, y prorrumpió en un indescriptible furor de movimientos enloquecedores hasta que, en el colmo del delirio, cayó de pronto sobre la yerba, temblando y jadeando, completamente vencida por el frenético esfuerzo. Siguió la flagelación con inalterable violencia, y ella comenzó a arrastrarse boca abajo hacia el monolito. El sacerdote —por llamarle así— continuó azotando su cuerpo indefenso con todas sus fuerzas, mientras ella se retorcía dejando un pegajoso rastro de sangre sobre la tierra pisoteada. Llegó por fin al monolito, y boqueando, sin resuello, le echó sus brazos en torno y cubrió la fría piedra de besos feroces, como en una adoración delirante y profana. El grotesco sacerdote saltaba en el aire; había arrojado las varas salpicadas de sangre. Los adoradores comenzaron a aullar y a echar espuma por la boca, y de pronto se volvieron unos contra otros y se atacaron con uñas y dientes, desgarrándose las vestiduras y la carne en una ciega pasión de bestialidad. El sacerdote se acercó al pequeñuelo que lloraba desconsolado, lo levantó con su largo brazo y, gritando una vez más ese Nombre, lo hizo girar en el aire y lo estrelló contra el monolito, en cuya superficie quedó una mancha espantosa. Muerto de terror, vi cómo abría en canal el cuerpecillo con sus dedos brutales y arrojaba sobre la columna la sangre que recogía en el hueco de sus manos. Luego tiró el cuerpo rojo y desgarrado al brasero, extinguiendo las llamas y el humo en una lluvia de chispas, en tanto que detrás los brutos enloquecidos aullaban una y otra vez ese Nombre. Después, de repente, todo el mundo cayó prosternado sin dejar de retorcerse, al tiempo que el sacerdote extendía sus manos con gesto amplio y triunfal. Abrí la boca y quise gritar horrorizado, pero únicamente pude articular un ruido seco. ¡Un animal enorme, monstruoso, como un sapo, se hallaba agazapado encima del monolito!
Contemplé la hinchada y repulsiva silueta recortada contra la luz de la luna, y en el sitio en que una criatura normal hubiera tenido el rostro, vi sus tremendos ojos parpadeantes, en los que se reflejaba toda la lujuria, toda la insondable concupiscencia, la obscena crueldad y la perversidad monstruosa que han atemorizado a los hijos de los hombres desde que sus antepasados se ocultaban, ciegos y sin pelo, en las copas de los árboles. En aquellos ojos espantosos se reflejaban todas las cosas sacrílegas y todos los malignos secretos que duermen en las ciudades sumergidas, que se ocultan de la luz en las tinieblas de las cavernas primordiales. Y así, aquella cosa repulsiva que el sacrílego ritual de crueldad, de sadismo y de sangre había despertado del silencio de los cerros, parpadeaba y miraba de soslayo a sus brutales adoradores, que se arrastraban ante él en una repugnante humillación. Ahora, el sacerdote disfrazado de bestia alzó a la débil muchacha maniatada y la mantuvo levantada con sus manos brutales ante el monolito. Y cuando aquella monstruosidad lujuriosa y babeante comenzó a succionar en su pecho, algo estalló en mi cerebro y me desvanecí.
Abrí los ojos sobre una claridad lechosa. Todos los acontecimientos de la noche me vinieron de golpe a la memoria y me levanté de un salto. Entonces miré a mi alrededor con asombro. El monolito se alzaba, descarnado y mudo, sobre la hierba ondulante, verde, intacta, bajo la brisa matinal. Atravesé el claro con paso rápido. Aquí habían saltado y brincado tantas veces que la hierba debería haber desaparecido; y aquí la mujer del ritual se arrastró en su doloroso camino hacia la Piedra, derramando su sangre sobre la tierra. Sin embargo, ni una sola gota de sangre se veía en el césped intacto. Miré, temblando de horror, la cara del monolito contra la que el brutal sacerdote estampó a la criatura robada..., pero no había ninguna mancha, nada. ¡Un sueño! Había sido una espantosa pesadilla... o qué sé yo... Me encogí de hombros. ¡Qué intensa claridad para ser un sueño! Regresé tranquilamente al pueblo y entré en la posada sin ser visto. Una vez allí, me senté a meditar sobre los acontecimientos de la noche. Cada vez me sentía más inclinado a descartar la teoría de un sueño. Era evidente que lo que había visto era una ilusión inconsistente. Pero estaba convencido de que aquello era la sombra, el reflejo de un acto espantoso perpetrado realmente en tiempos lejanos. Pero ¿cómo podía saberse? ¿Qué pruebas podrían confirmar que había sido una visión de una asamblea de espectros, más que una mera pesadilla forjada por mi propio cerebro?
Como una respuesta a este mar de dudas, me vino un nombre a la cabeza: ¡Selim Bahadur! Según la leyenda, este hombre que había sido tanto soldado como cronista, mandó el cuerpo de ejército de Solimán que había devastado Stregoicavar. Parecía lógico; y si era así, había marchado directamente de este lugar arrasado al sangriento campo de Schomvaal y a su destino final. No pude contener una exclamación de sorpresa: aquel manuscrito que encontraron en el cuerpo del turco y que hizo temblar al conde Boris... ¿no podría contener alguna indicación de lo que los conquistadores turcos habían encontrado en Stregoicavar? ¿Qué otra cosa pudo hacer temblar los nervios de hierro del poderoso guerrero? Y, puesto que los restos mortales del conde no fueron rescatados jamás, ¿qué duda cabía de que el estuche de laca y su misterioso contenido permanecían aún bajo las ruinas que cubrían a Boris Vladinoff? Me puse a recoger mis cosas con agitada precipitación. Tres días más tarde me encontraba en una aldea a pocos kilómetros del viejo campo de batalla. Cuando salió la luna, ya estaba yo trabajando febrilmente en el gran túmulo de piedras demoronadas que coronaba la colina. Fue un trabajo agotador... Pensándolo ahora, no comprendo cómo pude llevar a cabo esa tarea; y no obstante, trabajé sin descanso desde la salida de la luna hasta que empezó a clarear el día. Justamente estaba yo apartando las últimas piedras, cuando el sol asomó por el horizonte. Allí estaba todo lo que había quedado del conde Boris Vladinoff —unos pocos fragmentos de huesos—, y entre ellos, totalmente aplastado, el estuche cuya superficie de laca había preservado el contenido a través de los siglos.
Lo recogí con ansiedad y, después de apilar unas piedras sobre aquellos huesos, me marché precipitadamente. No deseaba que me descubriese ningún viajero suspicaz en aquella acción aparentemente profanadora. De nuevo en mi cuarto de la taberna, abrí el estuche y encontré el pergamino relativamente intacto. Y había algo más: un objeto pequeño y aplastado, envuelto en un trozo de seda. Estaba ansioso por descifrar los secretos de aquellas hojas amarillentas, pero no podía más de cansancio. Apenas había dormido desde que saliera de Stregoicavar, y los terribles esfuerzos de la noche anterior acabaron de vencerme. A pesar de mi excitación, no tuve más remedio que echarme un poco, pero ya no me desperté hasta que empezaba a anochecer. Cené rápidamente y después, a la luz de una vela, me senté a leer los limpios caracteres turcos que cubrían el pergamino. Representaba un trabajo penoso para mí, porque mis nociones de turco no son ni mucho menos profundas, y el estilo arcaico del texto me desorientaba. Pero luchando afanosamente, conseguí descifrar una palabra aquí, otra allá, encontrar sentido en alguna frase, y una vaga impresión de horror me oprimió el corazón. Me apliqué con todas mis fuerzas a la tarea de traducir, y cuando el relato se hizo claro y asequible, la sangre se me heló en las venas, se me pusieron los pelos de punta, y hasta la lengua se me endureció. Todas las cosas externas participaron de la espantosa locura de aquel manuscrito infernal; incluso los ruidos de los insectos nocturnos y de los animales del bosque adquirieron forma de murmullos horribles y pisadas furtivas de seres espantosos, y los quejidos del viento en la noche se tornaron en la risa obscena y perversa de las fuerzas del mal que dominan el espíritu de los hombres.
Al fin, cuando la claridad gris se filtraba ya entre las rejas de la ventana, dejé a un lado el manuscrito. La cosa envuelta en el trapo de seda estaba allí. Alargué la mano y la desenvolví. Me quedé petrificado, porque comprendí que, aun poniendo en duda la veracidad de lo que decía el manuscrito, aquello era la prueba de que todo había sido real. Volví a meter esos dos objetos repulsivos en el estuche, y no descansé ni probé bocado hasta que no lo arrojé, lastrándolo con una piedra, a lo más profundo de la corriente del Danubio, el cual —quiera Dios que así sea— se lo llevaría al Infierno, de donde debió salir lo que llevaba dentro. No fue un sueño lo que tuve la noche del 24 de junio en los montes de Stregoicavar. De haber presenciado el horrible ceremonial, Justin Geoffrey, que sólo estuvo allí a la luz del sol y después siguió su camino, habría enloquecido mucho antes. Por lo que a mí respecta, no sé cómo no llegué a perder el juicio. No... no fue un sueño... Yo había presenciado el rito inmundo de unos adoradores desaparecidos hace siglos, surgidos del Infierno para celebrar sus ceremonias como lo hicieran en otro tiempo; yo vi a unos espectros postrarse ante otro espectro. Porque hace tiempo que el Infierno reclamó a ese dios horrendo. Hace muchos, muchísimos años, habitó entre las montañas como reliquia viva de una edad ya extinguida; pero sus garras asquerosas ya no atrapan a los espíritus de los seres humanos de este mundo, y su reino es un reino muerto, poblado tan sólo por los fantasmas de aquellos que le sirvieron en vida.
Por qué alquimia perversa, por qué impío sortilegio se abren las Puertas del Infierno en esa noche pavorosa, no lo sé, pero mis propios ojos lo han visto. Yo sé que no vieron a ningún ser viviente aquella noche, pues en el manuscrito que redactó la cuidadosa mano de Selim Bahadur se explica detalladamente lo que él y sus compañeros de armas descubrieron en el valle de Stregoicavar. Y leí, descritas con todo detalle, las abominables obscenidades que la tortura arrancaba de los labios de los aullantes adoradores; y también leí lo que contaba sobre cierta caverna perdida, tenebrosa, en lo alto de las montañas, donde los turcos, horrorizados, habían encerrado a un ser monstruoso, hinchado, viscoso como un sapo, dándole muerte con el fuego y el acero antiguo, bendecido siglos antes por Mahoma, y mediante conjuros que ya eran viejos cuando Arabia era joven. Y aun así, la mano firme del anciano Selim temblaba al evocar el cataclismo, las sacudidas de tierra, los aullidos agónicos de aquella monstruosidad, que no murió sola, pues hizo perecer consigo —en forma que Selim no quiso o no pudo describir— a diez de los hombres encargados de darle muerte.
Y aquel ídolo achaparrado, fundido en oro y envuelto en seda, era la imagen de ese mismo ser, que Selim había arrancado de la cadena que rodeaba el cuello del cadáver del gran sacerdote-lobo. ¡Bien está que los turcos barrieran ese valle impuro con el fuego y con la espada! Visiones como las que han contemplado estas montañas desoladas deben pertenecer a las tinieblas y a los abismos de edades prohibidas. No, no hay que temer que esa especie de sapo me haga temblar de horror por la noche. Está encadenado en el Infierno, junto con su horda nauseabunda, y sólo es liberado con ellos una hora, en la noche más espantosa que he visto jamás. En cuanto a sus adoradores, ninguno queda ya en este mundo. Pero, al pensar que tales cosas dominaron una vez el espíritu de los hombres, me siento invadido por un sudor frío. Tengo miedo de leer las páginas abominables de Von Junzt, porque ahora comprendo lo que significa esa expresión que tanto repite: ¡Las llaves!... ¡Ah! Las llaves de las Puertas Exteriores, enlaces con un pasado aborrecible y, quién sabe, con aborrecibles esferas del presente. Y comprendo por qué las escarpas parecían murallas almenadas bajo la luz de la luna, y por qué el sobrino del tabernero, acosado por las pesadillas, vio en sueños la Piedra Negra surgiendo como remate de un castillo negro y gigantesco. Si los hombres excavaran entre esas montañas, puede que hallaran cosas increíbles bajo las laderas que las enmascaran. En cuanto a la caverna donde los turcos encerraron a aquella... bestia, no era propiamente una caverna. Me estremecí al imaginar el insondable abismo de tiempo que se abre entre el presente y aquella época en que la Tierra se estremeció, levantando como una ola aquellas montañas azules que cubrieron cosas inconcebibles. ¡Ojalá ningún hombre cave al pie de ese remate horrible que se llama Piedra Negra!
¡Una llave! ¡Ah, la Piedra es una Llave, símbolo de un horror olvidado! Ese horror se ha diluido en el limbo del que surgió como una pesadilla durante el nebuloso amanecer de la Tierra. Pero ¿qué hay de las otras posibilidades diabólicas que insinúa Von Junzt...? ¿De quién era esa mano monstruosa que estranguló su vida? Desde que leí el manuscrito de Selim Bahadur, ya no he albergado ninguna duda sobre la Piedra Negra. No ha sido siempre el hombre señor de la Tierra... Pero ¿lo es ahora?
Y obsesivamente, me vuelve un solo pensamiento: si un ser monstruoso como el Señor del Monolito había logrado sobrevivir de algún modo a su propia era incalculablemente lejana, ¿qué formas sin nombre podrían acechar aún en los lugares tenebrosos del mundo?
en oscuros rincones olvidados de la Tierra,
y que aún se abren las Puertas que liberan, ciertas noches,
a unas formas prisioneras del Infierno.
- Justin Geoffrey.
La primera vez que leí algo sobre esta cuestión fue en el extraño libro de Von Junzt, aquel extravagante alemán que vivió tan singularmente y murió en circunstancias misteriosas y terribles. Quiso la suerte que cayese en mis manos su obra Cultos sin nombre, llamada también el Libro Negro, en su edición original publicada en Dusseldorf en 1839, poco antes de que al autor le sorprendiese su terrible destino. Los bibliógrafos suelen conocer los Cultos sin nombre a través de la edición barata y mal traducida que publicó Bridewell en Londres, en el año 1845, o de la edición cuidadosamente expurgada que sacó a la luz la Golden Goblin Press de Nueva York en 1909. Pero el volumen con el que yo me tropecé era uno de los ejemplares alemanes de la edición completa, encuadernado con pesadas cubiertas de piel y cierres de hierro herrumbroso. Dudo que haya más de media docena de estos ejemplares en todo el mundo hoy en día; primero, porque no se imprimieron muchos, y además, porque cuando corrió la voz de cómo había encontrado la muerte su autor, muchos de los que poseían el libro lo quemaron asustados.
Von Junzt (1795-1840) pasó toda su vida buceando en temas prohibidos. Viajó por todo el mundo, consiguió ingresar en innumerables sociedades secretas y llegó a leer un sinfín de libros y manuscritos esotéricos. En los densos capítulos del Libro Negro, que oscilan entre una sobrecogedora claridad de exposición y la oscuridad más ambigua, hay detalles y alusiones que helarían la sangre del hombre más equilibrado. Leer lo que Von Junzt se atrevió a poner en letra de molde, suscita conjeturas inquietantes sobre lo que no se atrevió a decir. ¿De qué tenebrosas cuestiones, por ejemplo, trataban aquellas páginas, escritas con apretada letra, del manuscrito en que trabajaba infatigablemente pocos meses antes de morir, y que se encontró destrozado y esparcido por el suelo de su habitación cerrada con llave, donde Von Junzt fue hallado muerto con señales de garras en el cuello? Eso nunca se sabrá, porque el amigo más allegado del autor, el francés Alexis Landeau, después de una noche de recomponer los fragmentos y leer el contenido, lo quemó y se cortó el cuello con una navaja de afeitar.
Pero el contenido del volumen publicado es ya suficientemente estremecedor, aun admitiendo la opinión general de que tan sólo representa una serie de desvaríos de un enajenado. Entre multitud de cosas extrañas encontré una alusión a la Piedra Negra, ese monolito siniestro que se cobija en las montañas de Hungría y en torno al cual giran tantas leyendas tenebrosas. Von Junzt no le dedicó mucho espacio. La mayor parte de su horrendo trabajo se refiere a los cultos y objetos de adoración satánica que, según él, existen todavía; y esa Piedra Negra representaría algún orden o algún ser perdido, olvidado hace ya cientos de años. No obstante, al mencionarla, se refiere a ella como a una de las claves. Esa expresión se repite muchas veces en su obra, en diversos pasajes, y constituye uno de los elementos oscuros de su trabajo. Insinúa brevemente haber visto escenas singulares en torno a un monolito, en la noche del 24 de junio. Cita la teoría de Otto Dostmann, según la cual este monolito sería un vestigio de la invasión de los hunos, erigido para conmemorar una victoria de Atila sobre los godos. Von Junzt rechaza esta hipótesis sin exponer ningún argumento para rebatirla; únicamente advierte que atribuir el origen de la Piedra Negra a los hunos es tan ilógico como suponer que Stonehenge fue erigido por Guillermo el Conquistador.
La enorme antigüedad que esto daba a entender excitó extraordinariamente mi interés y, tras haber salvado algunas dificultades, conseguí localizar un ejemplar, roído por las ratas, de Los restos arqueológicos de los Imperios Perdidos (Berlín, 1809; Ed. Der Drachenhaus), de Dostmann. Me decepcionó el comprobar que la referencia que hacía Dostmann sobre la Piedra Negra era más breve que la de Von Junzt, despachándola en pocas líneas como monumento relativamente moderno comparado con las ruinas grecorromanas de Asia Menor, que eran su tema favorito. Admitía, eso sí, su incapacidad para descifrar los deteriorados caracteres grabados en el monolito, pero declaraba que eran inequívocamente mongólicos. Sin embargo, entre los pocos datos de interés que suministraba Dostmann, figuraba su referencia al pueblo vecino a la Piedra Negra: Stregoicavar, nombre nefasto que significa algo así como Pueblo Embrujado. No logré más información, a pesar de la minuciosa revisión de guías y artículos de viajes que llevé a cabo. Stregoicavar, que no venía en ninguno de los mapas que cayó en mis manos, está situado en una región agreste, poco frecuentada, lejos de la ruta de cualquier viajero casual. En cambio, encontré motivo de meditación en las Tradiciones y costumbres populares de los magiares, de Dornly. En el capítulo que se refiere a «Mitos sobre los sueños» cita la Piedra Negra y cuenta extrañas supersticiones a este respecto. Una de ellas es la creencia de que, si alguien duerme en la proximidad del monolito, se verá perseguido para siempre por monstruosas pesadillas; y cita relatos de aldeanos que hablaban de gentes demasiado curiosas que se aventuraban a visitar la Piedra Negra en la noche del 24 de junio, y que morían en loco desvarío a causa de algo que habían visto allí.
Eso fue todo lo que saqué en claro de Dornly, pero mi interés había aumentado muchísimo al presentir que en torno a esa piedra había algo claramente siniestro. La idea de una antigüedad tenebrosa, las repetidas alusiones a acontecimientos monstruosos en la noche del 24 de junio, despertaron algún instinto dormido de mi ser, de la misma forma que se siente, más que se oye, la corriente de algún oscuro río subterráneo en la noche. Y de pronto me di cuenta de que existía una relación entre esta Piedra y cierto poema fantástico y terrible escrito por el poeta loco Justin Geoffrey: El pueblo del monolito. Las indagaciones que realicé me confirmaron que, en efecto, Geoffrey había escrito este poema durante un viaje a Hungría; por consiguiente, no cabía duda de que el monolito a que se refería en sus versos extraños era la misma Piedra Negra. Leyendo nuevamente sus estrofas sentí una vez más las extrañas y confusas agitaciones de los mandatos del subconsciente que había observado la primera vez que tuve conocimiento de la Piedra.
Había estado pensando qué sitio elegir para pasar unas cortas vacaciones, hasta que me decidí. Fui a Stregoicavar. Un tren anticuado me llevó a Temesvar hasta una distancia todavía respetable de mi punto de destino; luego, en tres días de viaje en un coche traqueteante, llegué al pueblecito, situado en un fértil valle encajonado entre montañas cubiertas de abetos. El viaje transcurrió sin incidencias. Durante el primer día, pasamos por el viejo campo de batalla de Schomvaal, donde un bravo caballero polaco-húngaro, el conde Boris Vladinoff, había presentado una valerosa e inútil resistencia frente a las victoriosas huestes de Solimán el Magnífico, cuando, en 1526, el Gran Turco se lanzó a la invasión de la Europa oriental. El cochero me señaló un gran túmulo de piedras desmoronadas en una colina próxima, bajo el cual descansaban, según dijo, los huesos del valeroso conde. Recordé entonces un pasaje de las Guerras turcas, de Larson: «Después de la escaramuza (en la que el conde había rechazado la vanguardia de los turcos con un reducido ejército), el conde permaneció al pie de la muralla del viejo castillo de la colina para disponer el orden de sus fuerzas. Un ayudante le trajo una cajita lacada que había encontrado en el cuerpo del famoso escriba e historiógrafo Selim Bahadur, caído en la refriega. El conde extrajo de ella un rollo de pergamino y comenzó a leer. No bien terminó las primeras líneas, palideció intensamente y, sin pronunciar una palabra, metió el documento en la caja y la ocultó bajo su capa. En ese preciso momento abría fuego un cañón turco, y los proyectiles dieron contra el viejo castillo ante el espanto de los húngaros, que vieron derrumbarse las murallas sobre el esforzado conde. Sin caudillo, el valeroso ejército se desbarató, y en los años de guerra asoladora que siguieron, no llegaron a recuperarse los restos mortales del noble caballero. Hoy, los naturales del país muestran un inmenso montón de ruinas cerca de Schomvaal, bajo las cuales, según dicen, todavía descansa lo que los siglos hayan respetado del conde Boris Vladinoff.»
Stregoicavar me dio la sensación de un pueblecito dormido que desmentía su nombre siniestro, un remanso de paz respetado por el progreso. Los singulares edificios, y los trajes y costumbres aún más extraños de sus gentes, pertenecían a otra época. Eran amables, algo curiosos, sin ser preguntones, a pesar de que los visitantes extranjeros eran sumamente escasos.
—Hace diez años, llegó otro americano. Estuvo pocos días en el pueblo —dijo el dueño de la taberna donde me había hospedado—. Era un muchacho bastante raro —murmuró para sí—; un poeta, me parece.
Comprendí que debía referirse a Justin Geoffrey.
—Sí, era poeta —contesté—; y escribió un poema sobre un paraje próximo a este mismo pueblo.
—¿De veras? —mi patrón se sintió interesado—. Entonces, si todos los grandes poetas son raros en su manera de hablar y de comportarse, él debe haber alcanzado gran fama, porque las cosas que hacía y sus conversaciones eran lo más extraño que he visto en ningún hombre.
—Eso les ocurre a casi todos los artistas —observé—. La mayor parte de su mérito se le ha reconocido después de muerto.
—¿Ha muerto, entonces?
—Murió gritando en un manicomio hace cinco años.
—Lástima, lástima —suspiró con simpatía—. Pobre muchacho... Miró demasiado la Piedra Negra.
Me dio un vuelco el corazón. No obstante, disimulé mi enorme interés y dije como por casualidad:
—He oído algo sobre esa Piedra Negra. Creo que está por aquí cerca, ¿no?
—Más cerca de lo que la gente cristiana desea —contestó—. ¡Mire!
Me condujo a una ventana enrejada y me señaló las laderas, pobladas de abetos, de las acogedoras montañas azules.
—Allá, al otro lado de la gran cara desnuda de ese risco tan saliente que ve usted, ahí se levanta esa piedra maldita. ¡Ojalá se convirtiese en polvo, y el polvo se lo llevara el Danubio hasta lo más profundo del océano! Una vez, los hombres quisieron destruirla, pero todo el que levantaba el pico o el martillo contra ella moría de una manera espantosa. Ahora la rehuyen.
—¿Qué maldición hay sobre ella? —pregunté interesado.
—El demonio, el demonio que la está rondando siempre —contestó con un estremecimiento—. En mi niñez conocí a un hombre que subió de allá abajo y se reía de nuestras tradiciones... Tuvo la temeridad de visitar la Piedra en la noche del 24 de junio, y al amanecer entró de nuevo en el pueblo como borracho, enajenado, sin habla. Algo le había destrozado el cerebro y le había sellado los labios, pues hasta el momento de su muerte, que ocurrió poco después, tan sólo abrió la boca para proferir blasfemias o babear una jerigonza incomprensible.
-Mi sobrino, de pequeñito, se perdió en las montañas y durmió en los bosques inmediatos a la Piedra, y ahora, en su madurez, se ve atormentado por sueños enloquecedores, de tal manera que a veces te hace pasar una noche espantosa con sus alaridos, y luego despierta empapado de sudor frío. Pero cambiemos de tema, Herr. Es mejor no insistir en estas cosas.
Yo hice un comentario sobre la manifiesta antigüedad de la taberna, y me dijo orgulloso:
—Los cimientos tienen más de cuatrocientos años. El edificio primitivo fue la única casa del pueblo que no destruyó el incendio, cuando los demonios de Solimán cruzaron las montañas. Aquí, en la casa que había sobre estos mismos cimientos, se dice que tenía el escriba Selim Bahadur su cuartel general durante la guerra que asoló toda esta comarca.
Luego supe que los habitantes de Stregoicavar no son descendientes de los que vivieron allí antes de la invasión turca de 1526. Los victoriosos musulmanes no dejaron con vida a ningún ser humano —ni en el pueblo ni en sus contornos— cuando atravesaron el territorio. Los hombres, las mujeres y los niños fueron exterminados en un rojo holocausto, dejando una vasta extensión del país silenciosa y desierta. Los actuales habitantes de Stregoicavar descienden de los duros colonizadores que llegaron de las tierras bajas y reconstruyeron el pueblo en ruinas, una vez que los turcos fueron expulsados. Mi patrón no habló con ningún resentimiento de la matanza de los primitivos habitantes. Me enteré de que sus antecesores de las tierras bajas miraban a los montañeses incluso con más odio y aversión que a los propios turcos. Habló con vaguedad respecto a las causas de esta enemistad, pero dijo que los anteriores vecinos de Stregoicavar tenían la costumbre de hacer furtivas excursiones a las tierras bajas, robando muchachas y niños. Además, contó que no eran exactamente de la misma sangre que su pueblo; el vigoroso y original tronco eslavo-magiar se había mezclado, cruzándose con la degradada raza aborigen hasta fundirse en la descendencia y dar lugar a una infame amalgama. Él no tenía la más ligera idea de quiénes fueron esos aborígenes; únicamente sostenía que eran «paganos», y que habitaban en las montañas desde tiempo inmemorial, antes de la llegada de los pueblos conquistadores.
Di poca importancia a esta historia. En ella no veía más que una leyenda semejante a las que dieron origen la fusión de las tribus celtas y los aborígenes mediterráneos de las montañas de Escocia, y las razas mestizas resultantes que, como los pictos, tanta importancia tienen en las leyendas escocesas. El tiempo produce un curioso efecto de perspectiva en el folklore. Los relatos de los pictos se entremezclaron con ciertas leyendas sobre una raza mongólica anterior, hasta el punto de que, con el tiempo, se llegó a atribuir a los pictos los repulsivos caracteres del achaparrado hombre primitivo, cuya individualidad fue absorbida por las leyendas pictas, perdiéndose en ellas. Del mismo modo, pensaba yo, podría seguirse la pista de los supuestos rasgos inhumanos de los primeros pobladores de Stregoicavar hasta sus orígenes en los más viejos y gastados mitos de los pueblos invasores, los mongoles y los hunos. A la mañana siguiente de mi llegada pedí instrucciones a mi patrón —que por cierto me las dio de muy mala gana—, y me puse en camino, en busca de la Piedra Negra. Después de una caminata de varias horas cuesta arriba, por entre los abetos de las laderas, llegué a la cara abrupta de la escarpa que sobresalía poderosamente del costado de la montaña. De allí ascendía un estrecho sendero que la coronaba. Subí por él, y desde arriba contemplé el tranquilo valle de Stregoicavar, que parecía dormitar protegido a uno y otro lado por las grandes montañas azules. Entre la escarpa donde estaba yo y el pueblo no se veían cabañas ni signo alguno de vida humana. Había bastantes granjas diseminadas por el valle, pero todas estaban situadas al otro lado de Stregoicavar. El pueblo mismo parecía huir de los ásperos riscos que ocultaban la Piedra Negra.
La cima de las escarpas formaba una especie de meseta cubierta de denso bosque. Caminé por la espesura y en seguida llegué a un claro muy grande, y en el centro de ese claro se alzaba un descarnado monolito de piedra negra. Era de sección octogonal, y tendría unos cuatro o cinco metros de altura y medio metro aproximadamente de diámetro. Se veía bien que había sido perfectamente pulimentado en su tiempo, pero ahora la superficie de la piedra mostraba numerosas mellas, como si se hubiesen llevado a cabo salvajes esfuerzos por demolerla. Pero los picos apenas habían conseguido desconcharla y mutilar los caracteres que la ornaban en espiral hasta arriba, en torno al fuste. Hasta una altura de dos metros y medio o poco más, las inscripciones estaban casi totalmente destruidas, de tal manera que resultaba muy difícil averiguar sus características. Más arriba se veían mucho mejor conservadas, y yo me las arreglé para trepar por la columna y examinarlas de cerca. Todas estaban deterioradas en mayor o menor grado, pero era evidente que no pertenecían a ninguna lengua que yo pudiera recordar en ese momento sobre la faz de la Tierra. Lo que más llegaba a parecérseles, de todo cuanto había visto en mi vida, eran unos toscos garabatos trazados sobre cierta roca gigantesca, extrañamente simétrica, de un valle perdido del Yucatán. Recuerdo que, al señalarle aquellos trazos, a mi compañero, que era arqueólogo, él sostuvo que eran efecto natural de la erosión, o el inútil garabateo de un indio. Yo le expuse mi teoría de que la roca era realmente la base de una columna desaparecida, pero él se limitó a reír, y me dijo que reparase en las dimensiones que suponía; de haberse levantado allí una columna de acuerdo con las normas ordinarias de las proporciones arquitectónicas, habría tenido lo menos trescientos metros de altura. Pero no me dejó convencido.
No quiero decir que los caracteres grabados sobre la Piedra Negra fuesen semejantes a los de la descomunal roca del Yucatán, sino que me los sugerían. En cuanto a la materia del monolito, también me desconcertó. La piedra que habían empleado para tallarla era de un color negro y tenía un brillo mate; y su superficie, allí donde no había sido raspada o desconchada, producía un curioso efecto de semitransparencia. Pasé en aquel lugar la mayor parte de la mañana y regresé perplejo. La Piedra no me sugería ninguna relación con ningún otro monumento del mundo. Era como si el monolito hubiese sido erigido por manos extrañas en una edad remota y ajena a la humanidad. Regresé al pueblo. De ninguna manera había disminuido mi interés. Ahora que había visto aquella piedra tan singular, sentía mucho más apremiante el deseo de investigar el asunto con mayor amplitud e intentar descubrir por qué extrañas manos y con qué extraño propósito fue levantada la Piedra Negra, en lejanos tiempos. Busqué al sobrino del tabernero y le pregunté sobre sus sueños, pero estuvo muy confuso, aun cuando hizo lo posible por complacerme. No le importaba hablar de ellos, pero era incapaz de describirlos con la más mínima claridad. Aunque tenía siempre los mismos sueños, ya a pesar de que se le presentaban espantosamente vividos, no le dejaban huellas claras en la conciencia. Los recordaba como un caos de pesadilla en las que inmensos remolinos de fuego arrojaban tremendas llamaradas y retumbaba incesantemente un tambor. Sólo recordaba con claridad que una noche había visto en sueños la Piedra Negra, no en la falda de la montaña, sino rematando la cima de un castillo negro y gigantesco.
En cuanto al resto de los vecinos, observé que no les gustaba hablar de la Piedra, excepto al maestro, hombre de una instrucción sorprendente, que había pasado mucho más tiempo fuera que cualquier otro de sus convecinos. Se interesó muchísimo en lo que le conté sobre las observaciones de Von Junzt relativas a la Piedra Negra, y manifestó vivamente que estaba de acuerdo con el autor alemán en cuanto a la edad que atribuía al monolito. Estaba convencido de que alguna vez existió en las proximidades una sociedad satánica, y que posiblemente todos los antiguos vecinos habían sido miembros de ese culto a la fertilidad que amenazó con socavar la civilización europea y dio origen a tantas historias de brujería. Citó el mismo nombre del pueblo para probar su punto de vista. Originalmente no se llamaba Stregoicavar, dijo; de acuerdo con las leyendas, los que fundaron el pueblo lo llamaron Xuthltan, que era el primitivo nombre del lugar sobre el que asentaron sus casas, hace ya muchos siglos. Este hecho me produjo otra vez un indescriptible sentimiento de desazón. El nombre bárbaro no me sugería relación alguna con las razas escitas, eslavas o mongolas a las que deberían haber pertenecido los habitantes de estas montañas.
Los magiares y los eslavos de las tierras bajas creían sin duda que los primitivos habitantes del pueblo eran miembros de un culto maléfico como se demostraba, a juicio del maestro, por el nombre que dieron al pueblo y que se mantuvo aun después de ser aniquilados los antiguos pobladores por los turcos y haberlo reconstruido una raza más pura. No creía él que fueran los iniciados en ese culto quienes erigieron el monolito, aunque opinaba que lo emplearon como centro de sus actividades; y, basándose en vagas leyendas que se venían transmitiendo desde antes de la invasión turca, expuso una teoría según la cual los degenerados pobladores antiguos lo habían usado como una especie de altar sobre el cual ofrecieron sacrificios humanos, empleando como víctimas a las muchachas y a los niños robados a los propios antepasados de los actuales pobladores, que a la sazón vivían en las tierras bajas. Desestimaba el mito de los horripilantes sucesos de la noche del 24 de junio, así como la leyenda de una deidad extraña que el pueblo hechicero invocaba por medio de rituales cantos salvajes, de flagelaciones y de sadismo, como se decía. No había visitado la Piedra en la noche del 24 de junio, según confesó, pero no le daría miedo hacerlo; lo que había existido o lo que allí sucedió en otro tiempo, fuera lo que fuese, se había sumido en la niebla del tiempo y del olvido. La Piedra Negra había perdido su significado salvo el de ser el nexo de unión con un pasado muerto y polvoriento.
Hacía cosa de una semana que estaba yo en Stregoicavar cuando, una noche, al volver de una visita al maestro, me quedé impresionado de pronto al recordar que... ¡estábamos a 24 de junio! Era, pues, la noche en que, según las leyendas, sucedían cosas misteriosas en relación con la Piedra Negra. En vez de meterme en la taberna, crucé el pueblo a buen paso. Stregoicavar estaba en silencio; los vecinos solían retirarse temprano. No vi a nadie en mi camino. Me interné por entre los abetos que ocultaban las faldas de las montañas en una susurrante oscuridad. Una gran luna plateada parecía suspendida encima del valle, inundando los peñascos y pendientes con una luz inquietante y perfilando negras sombras en el suelo. No soplaba aire entre los abetos, y, no obstante, se oía elevarse un murmullo fantasmal y misterioso. Mi fantasía evocaba quimeras. Seguramente en una noche como ésta, hacía siglos, volaban por el valle las brujas desnudas, a horcajadas sobre sus escobas, perseguidas por sus burlescos demonios familiares. Encaminé mis pasos hacia las escarpas. Me sentía algo inquieto al notar que la engañosa luz de la luna les prestaba un aspecto artificioso que no había notado antes: bajo aquella luz fantástica, habían perdido su apariencia de escarpas naturales para convertirse en ruinas de gigantescas murallas que sobresalían de la ladera.
Esforzándome por apartar de mí esta ilusión extraña, subí hasta la meseta y dudé un momento antes de sumergirme en la tremenda oscuridad de los bosques. Una especie de tensión mortal se cernía sobre las sombras, como si un monstruo invisible contuviera su aliento para no ahuyentar a su presa. Deseché este sentimiento —perfectamente natural, considerando el carácter imponente del lugar y su infame reputación— y me abrí paso a través del bosque, experimentando la desagradable sensación de que me seguían. Tuve que detenerme una vez, seguro de que algo vacilante y pegajoso me había rozado la cara en la oscuridad. Salí al claro y vi el alto monolito alzando su silueta desnuda sobre la hierba. En la linde del bosque, en dirección a la escarpa, había una piedra que formaba como una especie de asiento natural. Me senté en ella, pensando que probablemente fue allí donde el poeta loco Justin Geoffrey había escrito su fantástico El pueblo del monolito. El tabernero pensaba que era la Piedra lo que había ocasionado la locura de Geoffrey, pero la semilla de la locura estaba sembrada en el cerebro del poeta mucho antes de haber visitado Stregoicavar.
Eché una mirada al reloj. Eran casi las doce. Me recosté en espera de cualquier manifestación espectral que pudiese aparecer. Comenzaba a levantarse una brisa suave entre las ramas de los abetos y su música me recordaba la de unas gaitas invisibles y lánguidas susurrando una melodía pavorosa y maligna. La monotonía del sonido y mi mirada invariablemente fija en el monolito me produjeron una especie de autohipnosis; me estaba quedando amodorrado. Luché contra esta sensación, pero el sueño pudo conmigo. El monolito parecía ladearse, danzar extrañamente, retorcerse. Entonces me dormí. Abrí los ojos y traté de levantarme, pero no me fue posible; parecía como si una mano helada me agarrara sin que yo pudiera hacer nada. Un frío terror se apoderó de mí. El claro del bosque ya no estaba desierto. Se veía atestado de una silenciosa multitud de gentes extrañas. Mis ojos dilatados repararon en los raros y bárbaros detalles de sus atuendos. Mi entendimiento me decía que eran remotísimos, olvidados incluso en esta tierra atrasada. «Seguramente —pensé—, son gentes del pueblo que han venido aquí para celebrar algún cónclave grotesco.» Pero otra mirada me hizo comprender que aquellas gentes no eran de Stregoicavar. Eran más bajos de estatura, más rechonchos, tenían la frente más deprimida, la cara más ancha y abotargada. Algunos poseían rasgos eslavos y magiares, pero dichos rasgos se veían degradados por la mezcla con alguna raza extranjera más baja que no me era posible clasificar. Muchos de ellos vestían con pieles de bestias feroces, y todo su aspecto, tanto el de los hombres como el de las mujeres, era de una brutal sensualidad. Aquellas gentes me horrorizaban y me repugnaban, aunque no me prestasen atención alguna. Habían formado un inmenso semicírculo delante del monolito. Empezaron una especie de cántico extendiendo los brazos al unísono y balanceando sus cuerpos rítmicamente de cintura para arriba. Todos los ojos estaban fijos en la cúspide de la Piedra, a la que parecían estar invocando. Pero lo más extraño de todo era el tono apagado de sus voces; a menos de cincuenta metros de donde yo estaba, centenares de hombres y mujeres levantaban sus voces en una melodía salvaje y, sin embargo, aquellas voces me llegaban como un murmullo débil, confuso, como si viniera de muy lejos, a través del espacio... o del tiempo.
Delante del monolito había como un brasero, del que se elevaban vaharadas de un humo amarillo, repugnante, nauseabundo, que se enroscaba en torno al monumento formando una extraña espiral, como una serpiente inmensa y borrosa. A un lado de este brasero yacían dos figuras: una muchacha completamente desnuda, atada de pies y manos, y un niño que tendría tan sólo unos meses. Al otro lado, se acuclillaba una vieja hechicera con un extraño tambor en su regazo. Tocaba con las manos abiertas, con golpes pausados y leves; pero yo no la oía. El ritmo de los cuerpos balanceantes empezó a adquirir mayor rapidez. Entonces saltó una mujer desnuda al espacio que quedaba libre entre la multitud y el monolito; llameaban sus ojos, su larga cabellera flotaba alborotada mientras danzaba vertiginosamente sobre la punta de sus pies, dando vueltas por todo el espacio libre, hasta que cayó prosternada ante la Piedra y allí quedó inmóvil. Inmediatamente, la siguió una figura fantástica, un hombre vestido tan solo con una piel de macho cabrío colgando de la cintura, y cuyas facciones estaban ocultas por una máscara fabricada con una enorme cabeza de lobo, de tal manera que daba la impresión de un ser monstruoso, pesadillesco, mezcla horrible de elementos humanos y bestiales. Sostenía en la mano un haz de varas de abeto, atado por los extremos más gruesos. La luz de la luna brillaba en una pesada cadena de oro que llevaba enlazada en el cuello. Prendida a esta cadena, llevaba otra de cuyo extremo debería haber colgado algún objeto que, sin embargo, faltaba.
La multitud agitaba los brazos con violencia y redoblaba sus gritos, mientras esa grotesca criatura galopaba por el espacio abierto dando saltos y cabriolas. Se acercó a la mujer que yacía al pie del monolito y comenzó a azotarla con las varas; entonces ella se levantó de un salto y se entregó a la danza más salvaje e increíble que había visto en mi vida. Su atormentador bailó con ella manteniendo el mismo ritmo, colocándose a su altura en cada giro y cada salto, al tiempo que descargaba despiadados golpes sobre su cuerpo desnudo. Y a cada golpe que le daba, gritaba una palabra extraña; y así una y otra vez, y toda la gente le coreaba. Podía verles mover los labios. Ahora el débil murmullo de sus voces se fundió y se hizo un solo grito, distante y lejano, repetido continuamente en un éxtasis frenético. Pero no logré entender lo que gritaban. Los danzantes giraban en vertiginosas vueltas, mientras los espectadores, de pie todavía en sus sitios, seguían el ritmo de la danza con el balanceo de sus cuerpos y los brazos entrelazados. La locura aumentaba en los ojos de la mujer que cumplía aquel rito violento, y se reflejaba en la mirada de los demás. Se hizo más salvaje y extravagante el frenético girar de aquella danza enloquecedora... Se convirtió en un cuadro bestial y obsceno, en tanto que la vieja hechicera aullaba y batía el tambor como una enajenada, y las varas componían una canción demoníaca.
La sangre corría por los miembros de la danzante, pero ella parecía no sentir la flagelación sino como un acicate para continuar el salvajismo de sus movimientos desenfrenados. Al saltar en medio del humo amarillento que empezaba a extender sus tenues tentáculos para abrazar a las dos figuras danzantes, se hundió en aquella niebla hedionda y desapareció de la vista. Volvió a surgir otra vez, seguida inmediatamente de aquel individuo bestial que la flagelaba, y prorrumpió en un indescriptible furor de movimientos enloquecedores hasta que, en el colmo del delirio, cayó de pronto sobre la yerba, temblando y jadeando, completamente vencida por el frenético esfuerzo. Siguió la flagelación con inalterable violencia, y ella comenzó a arrastrarse boca abajo hacia el monolito. El sacerdote —por llamarle así— continuó azotando su cuerpo indefenso con todas sus fuerzas, mientras ella se retorcía dejando un pegajoso rastro de sangre sobre la tierra pisoteada. Llegó por fin al monolito, y boqueando, sin resuello, le echó sus brazos en torno y cubrió la fría piedra de besos feroces, como en una adoración delirante y profana. El grotesco sacerdote saltaba en el aire; había arrojado las varas salpicadas de sangre. Los adoradores comenzaron a aullar y a echar espuma por la boca, y de pronto se volvieron unos contra otros y se atacaron con uñas y dientes, desgarrándose las vestiduras y la carne en una ciega pasión de bestialidad. El sacerdote se acercó al pequeñuelo que lloraba desconsolado, lo levantó con su largo brazo y, gritando una vez más ese Nombre, lo hizo girar en el aire y lo estrelló contra el monolito, en cuya superficie quedó una mancha espantosa. Muerto de terror, vi cómo abría en canal el cuerpecillo con sus dedos brutales y arrojaba sobre la columna la sangre que recogía en el hueco de sus manos. Luego tiró el cuerpo rojo y desgarrado al brasero, extinguiendo las llamas y el humo en una lluvia de chispas, en tanto que detrás los brutos enloquecidos aullaban una y otra vez ese Nombre. Después, de repente, todo el mundo cayó prosternado sin dejar de retorcerse, al tiempo que el sacerdote extendía sus manos con gesto amplio y triunfal. Abrí la boca y quise gritar horrorizado, pero únicamente pude articular un ruido seco. ¡Un animal enorme, monstruoso, como un sapo, se hallaba agazapado encima del monolito!
Contemplé la hinchada y repulsiva silueta recortada contra la luz de la luna, y en el sitio en que una criatura normal hubiera tenido el rostro, vi sus tremendos ojos parpadeantes, en los que se reflejaba toda la lujuria, toda la insondable concupiscencia, la obscena crueldad y la perversidad monstruosa que han atemorizado a los hijos de los hombres desde que sus antepasados se ocultaban, ciegos y sin pelo, en las copas de los árboles. En aquellos ojos espantosos se reflejaban todas las cosas sacrílegas y todos los malignos secretos que duermen en las ciudades sumergidas, que se ocultan de la luz en las tinieblas de las cavernas primordiales. Y así, aquella cosa repulsiva que el sacrílego ritual de crueldad, de sadismo y de sangre había despertado del silencio de los cerros, parpadeaba y miraba de soslayo a sus brutales adoradores, que se arrastraban ante él en una repugnante humillación. Ahora, el sacerdote disfrazado de bestia alzó a la débil muchacha maniatada y la mantuvo levantada con sus manos brutales ante el monolito. Y cuando aquella monstruosidad lujuriosa y babeante comenzó a succionar en su pecho, algo estalló en mi cerebro y me desvanecí.
Abrí los ojos sobre una claridad lechosa. Todos los acontecimientos de la noche me vinieron de golpe a la memoria y me levanté de un salto. Entonces miré a mi alrededor con asombro. El monolito se alzaba, descarnado y mudo, sobre la hierba ondulante, verde, intacta, bajo la brisa matinal. Atravesé el claro con paso rápido. Aquí habían saltado y brincado tantas veces que la hierba debería haber desaparecido; y aquí la mujer del ritual se arrastró en su doloroso camino hacia la Piedra, derramando su sangre sobre la tierra. Sin embargo, ni una sola gota de sangre se veía en el césped intacto. Miré, temblando de horror, la cara del monolito contra la que el brutal sacerdote estampó a la criatura robada..., pero no había ninguna mancha, nada. ¡Un sueño! Había sido una espantosa pesadilla... o qué sé yo... Me encogí de hombros. ¡Qué intensa claridad para ser un sueño! Regresé tranquilamente al pueblo y entré en la posada sin ser visto. Una vez allí, me senté a meditar sobre los acontecimientos de la noche. Cada vez me sentía más inclinado a descartar la teoría de un sueño. Era evidente que lo que había visto era una ilusión inconsistente. Pero estaba convencido de que aquello era la sombra, el reflejo de un acto espantoso perpetrado realmente en tiempos lejanos. Pero ¿cómo podía saberse? ¿Qué pruebas podrían confirmar que había sido una visión de una asamblea de espectros, más que una mera pesadilla forjada por mi propio cerebro?
Como una respuesta a este mar de dudas, me vino un nombre a la cabeza: ¡Selim Bahadur! Según la leyenda, este hombre que había sido tanto soldado como cronista, mandó el cuerpo de ejército de Solimán que había devastado Stregoicavar. Parecía lógico; y si era así, había marchado directamente de este lugar arrasado al sangriento campo de Schomvaal y a su destino final. No pude contener una exclamación de sorpresa: aquel manuscrito que encontraron en el cuerpo del turco y que hizo temblar al conde Boris... ¿no podría contener alguna indicación de lo que los conquistadores turcos habían encontrado en Stregoicavar? ¿Qué otra cosa pudo hacer temblar los nervios de hierro del poderoso guerrero? Y, puesto que los restos mortales del conde no fueron rescatados jamás, ¿qué duda cabía de que el estuche de laca y su misterioso contenido permanecían aún bajo las ruinas que cubrían a Boris Vladinoff? Me puse a recoger mis cosas con agitada precipitación. Tres días más tarde me encontraba en una aldea a pocos kilómetros del viejo campo de batalla. Cuando salió la luna, ya estaba yo trabajando febrilmente en el gran túmulo de piedras demoronadas que coronaba la colina. Fue un trabajo agotador... Pensándolo ahora, no comprendo cómo pude llevar a cabo esa tarea; y no obstante, trabajé sin descanso desde la salida de la luna hasta que empezó a clarear el día. Justamente estaba yo apartando las últimas piedras, cuando el sol asomó por el horizonte. Allí estaba todo lo que había quedado del conde Boris Vladinoff —unos pocos fragmentos de huesos—, y entre ellos, totalmente aplastado, el estuche cuya superficie de laca había preservado el contenido a través de los siglos.
Lo recogí con ansiedad y, después de apilar unas piedras sobre aquellos huesos, me marché precipitadamente. No deseaba que me descubriese ningún viajero suspicaz en aquella acción aparentemente profanadora. De nuevo en mi cuarto de la taberna, abrí el estuche y encontré el pergamino relativamente intacto. Y había algo más: un objeto pequeño y aplastado, envuelto en un trozo de seda. Estaba ansioso por descifrar los secretos de aquellas hojas amarillentas, pero no podía más de cansancio. Apenas había dormido desde que saliera de Stregoicavar, y los terribles esfuerzos de la noche anterior acabaron de vencerme. A pesar de mi excitación, no tuve más remedio que echarme un poco, pero ya no me desperté hasta que empezaba a anochecer. Cené rápidamente y después, a la luz de una vela, me senté a leer los limpios caracteres turcos que cubrían el pergamino. Representaba un trabajo penoso para mí, porque mis nociones de turco no son ni mucho menos profundas, y el estilo arcaico del texto me desorientaba. Pero luchando afanosamente, conseguí descifrar una palabra aquí, otra allá, encontrar sentido en alguna frase, y una vaga impresión de horror me oprimió el corazón. Me apliqué con todas mis fuerzas a la tarea de traducir, y cuando el relato se hizo claro y asequible, la sangre se me heló en las venas, se me pusieron los pelos de punta, y hasta la lengua se me endureció. Todas las cosas externas participaron de la espantosa locura de aquel manuscrito infernal; incluso los ruidos de los insectos nocturnos y de los animales del bosque adquirieron forma de murmullos horribles y pisadas furtivas de seres espantosos, y los quejidos del viento en la noche se tornaron en la risa obscena y perversa de las fuerzas del mal que dominan el espíritu de los hombres.
Al fin, cuando la claridad gris se filtraba ya entre las rejas de la ventana, dejé a un lado el manuscrito. La cosa envuelta en el trapo de seda estaba allí. Alargué la mano y la desenvolví. Me quedé petrificado, porque comprendí que, aun poniendo en duda la veracidad de lo que decía el manuscrito, aquello era la prueba de que todo había sido real. Volví a meter esos dos objetos repulsivos en el estuche, y no descansé ni probé bocado hasta que no lo arrojé, lastrándolo con una piedra, a lo más profundo de la corriente del Danubio, el cual —quiera Dios que así sea— se lo llevaría al Infierno, de donde debió salir lo que llevaba dentro. No fue un sueño lo que tuve la noche del 24 de junio en los montes de Stregoicavar. De haber presenciado el horrible ceremonial, Justin Geoffrey, que sólo estuvo allí a la luz del sol y después siguió su camino, habría enloquecido mucho antes. Por lo que a mí respecta, no sé cómo no llegué a perder el juicio. No... no fue un sueño... Yo había presenciado el rito inmundo de unos adoradores desaparecidos hace siglos, surgidos del Infierno para celebrar sus ceremonias como lo hicieran en otro tiempo; yo vi a unos espectros postrarse ante otro espectro. Porque hace tiempo que el Infierno reclamó a ese dios horrendo. Hace muchos, muchísimos años, habitó entre las montañas como reliquia viva de una edad ya extinguida; pero sus garras asquerosas ya no atrapan a los espíritus de los seres humanos de este mundo, y su reino es un reino muerto, poblado tan sólo por los fantasmas de aquellos que le sirvieron en vida.
Por qué alquimia perversa, por qué impío sortilegio se abren las Puertas del Infierno en esa noche pavorosa, no lo sé, pero mis propios ojos lo han visto. Yo sé que no vieron a ningún ser viviente aquella noche, pues en el manuscrito que redactó la cuidadosa mano de Selim Bahadur se explica detalladamente lo que él y sus compañeros de armas descubrieron en el valle de Stregoicavar. Y leí, descritas con todo detalle, las abominables obscenidades que la tortura arrancaba de los labios de los aullantes adoradores; y también leí lo que contaba sobre cierta caverna perdida, tenebrosa, en lo alto de las montañas, donde los turcos, horrorizados, habían encerrado a un ser monstruoso, hinchado, viscoso como un sapo, dándole muerte con el fuego y el acero antiguo, bendecido siglos antes por Mahoma, y mediante conjuros que ya eran viejos cuando Arabia era joven. Y aun así, la mano firme del anciano Selim temblaba al evocar el cataclismo, las sacudidas de tierra, los aullidos agónicos de aquella monstruosidad, que no murió sola, pues hizo perecer consigo —en forma que Selim no quiso o no pudo describir— a diez de los hombres encargados de darle muerte.
Y aquel ídolo achaparrado, fundido en oro y envuelto en seda, era la imagen de ese mismo ser, que Selim había arrancado de la cadena que rodeaba el cuello del cadáver del gran sacerdote-lobo. ¡Bien está que los turcos barrieran ese valle impuro con el fuego y con la espada! Visiones como las que han contemplado estas montañas desoladas deben pertenecer a las tinieblas y a los abismos de edades prohibidas. No, no hay que temer que esa especie de sapo me haga temblar de horror por la noche. Está encadenado en el Infierno, junto con su horda nauseabunda, y sólo es liberado con ellos una hora, en la noche más espantosa que he visto jamás. En cuanto a sus adoradores, ninguno queda ya en este mundo. Pero, al pensar que tales cosas dominaron una vez el espíritu de los hombres, me siento invadido por un sudor frío. Tengo miedo de leer las páginas abominables de Von Junzt, porque ahora comprendo lo que significa esa expresión que tanto repite: ¡Las llaves!... ¡Ah! Las llaves de las Puertas Exteriores, enlaces con un pasado aborrecible y, quién sabe, con aborrecibles esferas del presente. Y comprendo por qué las escarpas parecían murallas almenadas bajo la luz de la luna, y por qué el sobrino del tabernero, acosado por las pesadillas, vio en sueños la Piedra Negra surgiendo como remate de un castillo negro y gigantesco. Si los hombres excavaran entre esas montañas, puede que hallaran cosas increíbles bajo las laderas que las enmascaran. En cuanto a la caverna donde los turcos encerraron a aquella... bestia, no era propiamente una caverna. Me estremecí al imaginar el insondable abismo de tiempo que se abre entre el presente y aquella época en que la Tierra se estremeció, levantando como una ola aquellas montañas azules que cubrieron cosas inconcebibles. ¡Ojalá ningún hombre cave al pie de ese remate horrible que se llama Piedra Negra!
¡Una llave! ¡Ah, la Piedra es una Llave, símbolo de un horror olvidado! Ese horror se ha diluido en el limbo del que surgió como una pesadilla durante el nebuloso amanecer de la Tierra. Pero ¿qué hay de las otras posibilidades diabólicas que insinúa Von Junzt...? ¿De quién era esa mano monstruosa que estranguló su vida? Desde que leí el manuscrito de Selim Bahadur, ya no he albergado ninguna duda sobre la Piedra Negra. No ha sido siempre el hombre señor de la Tierra... Pero ¿lo es ahora?
Y obsesivamente, me vuelve un solo pensamiento: si un ser monstruoso como el Señor del Monolito había logrado sobrevivir de algún modo a su propia era incalculablemente lejana, ¿qué formas sin nombre podrían acechar aún en los lugares tenebrosos del mundo?