Últimamente mi hermano Daniel ha estado actuando de una forma muy esquiva con nosotros. Desde el accidente en coche que tuvimos hace tres meses no ha parado de desarrollar una manía obsesiva por escribir tantos listados cuanto papel le quede, apuntando cosas al azar mientras se encierra en su habitación.
Con delicadez las repasa y reescribe en su escritorio, conserva una pila y media de etiquetas devorando sus cajones donde empieza apuntando temas como videojuegos o películas favoritas hasta dar giros preocupantes como cuchillos más afilados, rituales más directos o hasta bobadas como “deidades corpóreas absolutas”.
Su compulsivo método de estructuración severa daba indicios de que, a raíz del accidente, habría estado empezando a desarrollar signos claros de estrés post traumático, derivando en claros ataques de ansiedad y hasta percepción extrasensorial alucinógena, sin embargo no logré que me contase lo que le llevó a obsesionarse a apuntar su conocimiento, pues siempre que podía ignoraba cualquier comentario mío o de plano pretendía que no estaba con él. Se estaba volviendo cerrado conmigo y eso no me gustaba ni un pelo.
De cualquier modo, hasta mi madre le siguió ese mismo juego de ignorar, aunque igualmente fue gracias a ella que logré que Daniel soltara de su boca al menos un indicio de su repentina obsesión, que en sus propias palabras decía algo como:
“Las cosas no escritas en esta vida actúan como si nunca hubieran tenido la oportunidad de existir...”
Ya una vez que tanto mi madre como yo pusimos la misma cara de extrañez fue cuando finalmente decidí tomar cartas en el asunto. Sin pensarlo mucho entré a su habitación, con el amago de deshacerme de todas sus listas antes de que lo hundiesen en el oscuro vacío de su mente.
Sin embargo, mis acciones quedaron frenadas tras mirar con cautela el estado de su habitación. Sus ventanas estaban cerradas, 6 velas iluminaban el piso y un pentagrama mediano adornaba su suelo. Con mucha cautela me acerqué aún más a él hasta notar dos papeles pequeños en la mesa de su escritorio. Ahora midiendo mis pasos me acerqué a la oscuridad para echarles una ojeada hasta descifrar qué era lo que había escrito en ellos.
La primera de las hojas tenía como cabecera la frase “Mi familia”, con los nombres de mi madre, nuestra mascota Damisell y el de los demás miembros de la misma sangre estructurados dentro de un árbol genealógico. En sí no había nada malo en esto, a cualquiera le gusta recordar los nombres de sus antepasados, sin embargo la inquietud que se formaba dentro de mí se disparó al ver que mi nombre no se hallaba escrito en ninguna parte de la ficha cuadriculada, como si Daniel me hubiera omitido del círculo familiar, dentro de toda esa sucia estructura dibujada con tinta azul.
Estaba desanimado por esto, aunque pronto me di cuenta de empezaba a obviar la segunda ficha que se encontraba a su lado por lo que rápidamente la ojeé dejando a la otra atrás.
A diferencia de la anterior ficha se encontraba muy arrugada y hasta tenía pigmentos tan amarillos de sudor que se fusionaban con el tinte cuadriculado de la hoja, ni siquiera podía decir mucho de su título, escrito con fuerza sobre la superficie del papel bajo el tinte espeso de un boli negro que nada más decía una única palabra:
“MALEDICTO”.
Antes de que pudiera aún más examinarla de por medio un portazo bien propiciado hacia la puerta de la habitación provocó que me girara repentinamente hacia la entrada de la misma, donde Daniel yacía quieto en el piso, sin apenas notarme en toda esa oscuridad.
En sus manos sostenía un cuchillo bien afilado, un vaso de cristal y un libro bien gordo de rituales que acompañaba junto a unas vendas medicinales que le cubrían una parte de la cara, en donde su cuello colgaba un Cristo pequeño.
Con una voz ronca pero audible, se dijo a sí mismo en un tono muy apagado:
“Todos los involucrados no merecen mis condolencias, sólo a los desdichados les daré mis pésames.”
Aún más inquieto y a la vez con miedo, revisé sin prisa la otra cara de la ficha, cayendo como una piedra en el fondo de un lago tras leer con claridad las malditas palabras que ese imbécil de Daniel me tenía reservado una vez nos volviéramos a ver en el rito.
“Un listado escrito para el proceso de contacto de mi hermano menor Joel, quien nos tuvo que dejar tras que el idiota de mi hermano gemelo tomase la decisión de conducir ebrio y estrellar el coche junto a nosotros tres dentro. Él es un desperdicio, un despojo de ser. No merece ser recordado bajo mis propios escritos. No quiero darle la oportunidad de que vuelva a hacernos daño, con recuerdos tan fatídicos como su muestra de rivalidad absurda, mis marcas de pelea no olvidarán todos los problemas que él nos hizo pasar, desde su nula cautela hasta un afán tan estúpido de protagonismo obsesivo que él, desde siempre, demostró en la primera de sus indirectas...”
Con delicadez las repasa y reescribe en su escritorio, conserva una pila y media de etiquetas devorando sus cajones donde empieza apuntando temas como videojuegos o películas favoritas hasta dar giros preocupantes como cuchillos más afilados, rituales más directos o hasta bobadas como “deidades corpóreas absolutas”.
Su compulsivo método de estructuración severa daba indicios de que, a raíz del accidente, habría estado empezando a desarrollar signos claros de estrés post traumático, derivando en claros ataques de ansiedad y hasta percepción extrasensorial alucinógena, sin embargo no logré que me contase lo que le llevó a obsesionarse a apuntar su conocimiento, pues siempre que podía ignoraba cualquier comentario mío o de plano pretendía que no estaba con él. Se estaba volviendo cerrado conmigo y eso no me gustaba ni un pelo.
De cualquier modo, hasta mi madre le siguió ese mismo juego de ignorar, aunque igualmente fue gracias a ella que logré que Daniel soltara de su boca al menos un indicio de su repentina obsesión, que en sus propias palabras decía algo como:
“Las cosas no escritas en esta vida actúan como si nunca hubieran tenido la oportunidad de existir...”
Ya una vez que tanto mi madre como yo pusimos la misma cara de extrañez fue cuando finalmente decidí tomar cartas en el asunto. Sin pensarlo mucho entré a su habitación, con el amago de deshacerme de todas sus listas antes de que lo hundiesen en el oscuro vacío de su mente.
Sin embargo, mis acciones quedaron frenadas tras mirar con cautela el estado de su habitación. Sus ventanas estaban cerradas, 6 velas iluminaban el piso y un pentagrama mediano adornaba su suelo. Con mucha cautela me acerqué aún más a él hasta notar dos papeles pequeños en la mesa de su escritorio. Ahora midiendo mis pasos me acerqué a la oscuridad para echarles una ojeada hasta descifrar qué era lo que había escrito en ellos.
La primera de las hojas tenía como cabecera la frase “Mi familia”, con los nombres de mi madre, nuestra mascota Damisell y el de los demás miembros de la misma sangre estructurados dentro de un árbol genealógico. En sí no había nada malo en esto, a cualquiera le gusta recordar los nombres de sus antepasados, sin embargo la inquietud que se formaba dentro de mí se disparó al ver que mi nombre no se hallaba escrito en ninguna parte de la ficha cuadriculada, como si Daniel me hubiera omitido del círculo familiar, dentro de toda esa sucia estructura dibujada con tinta azul.
Estaba desanimado por esto, aunque pronto me di cuenta de empezaba a obviar la segunda ficha que se encontraba a su lado por lo que rápidamente la ojeé dejando a la otra atrás.
A diferencia de la anterior ficha se encontraba muy arrugada y hasta tenía pigmentos tan amarillos de sudor que se fusionaban con el tinte cuadriculado de la hoja, ni siquiera podía decir mucho de su título, escrito con fuerza sobre la superficie del papel bajo el tinte espeso de un boli negro que nada más decía una única palabra:
“MALEDICTO”.
Antes de que pudiera aún más examinarla de por medio un portazo bien propiciado hacia la puerta de la habitación provocó que me girara repentinamente hacia la entrada de la misma, donde Daniel yacía quieto en el piso, sin apenas notarme en toda esa oscuridad.
En sus manos sostenía un cuchillo bien afilado, un vaso de cristal y un libro bien gordo de rituales que acompañaba junto a unas vendas medicinales que le cubrían una parte de la cara, en donde su cuello colgaba un Cristo pequeño.
Con una voz ronca pero audible, se dijo a sí mismo en un tono muy apagado:
“Todos los involucrados no merecen mis condolencias, sólo a los desdichados les daré mis pésames.”
Aún más inquieto y a la vez con miedo, revisé sin prisa la otra cara de la ficha, cayendo como una piedra en el fondo de un lago tras leer con claridad las malditas palabras que ese imbécil de Daniel me tenía reservado una vez nos volviéramos a ver en el rito.
“Un listado escrito para el proceso de contacto de mi hermano menor Joel, quien nos tuvo que dejar tras que el idiota de mi hermano gemelo tomase la decisión de conducir ebrio y estrellar el coche junto a nosotros tres dentro. Él es un desperdicio, un despojo de ser. No merece ser recordado bajo mis propios escritos. No quiero darle la oportunidad de que vuelva a hacernos daño, con recuerdos tan fatídicos como su muestra de rivalidad absurda, mis marcas de pelea no olvidarán todos los problemas que él nos hizo pasar, desde su nula cautela hasta un afán tan estúpido de protagonismo obsesivo que él, desde siempre, demostró en la primera de sus indirectas...”