Psychon

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Jinete Volad@r
Miron
Bakala
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El doctor Paulin, ventajosamente conocido en el mundo científico por el descubrimiento del telectróscopo, el electroide y el espejo negro, de los cuales hablaremos algún día, llegó a esta capital hará próximamente ocho años, de incógnito, para evitar manifestaciones, que su modestia repudiaba. Nuestros médicos y hombres de ciencia leerán correctamente el nombre del personaje, que disimulo bajo un patronímico supuesto, tanto por carecer de autorización para publicarlo cuanto porque el desenlace de este relato ocasionaría polémicas, que mi ignorancia no sabría sostener en campo científico.

Un reumatismo vulgar, aunque rebelde a todo tratamiento, me hizo conocer al doctor Paulin cuando todavía era aquí un forastero. Cierto amigo, miembro de una sociedad de estudios psíquicos a quien venía recomendado desde Australia el doctor, nos puso en relaciones. Mi reumatismo desapareció mediante un tratamiento helioterápico original del médico; y la gratitud hacia él, tanto como el interés que sus experiencias me causaban, convirtió nuestra aproximación en amistad, desarrollando un sincero afecto.

Una ojeada preliminar sobre las mencionadas experiencias servirá de introducción explicativa, necesaria para la mejor comprensión de lo que sigue. El doctor Paulin era, ante todo, un físico distinguido. Discípulo de Wroblewski en la Universidad de Cracovia, habíase dedicado con preferencia al estudio de la licuación de los gases, problema que, planteado imaginativamente por Lavoisier, debía quedar resuelto luego por Faraday, Cagniard-Latour y Thilorier. Pero no era éste el único género de investigaciones en que sobresalía el doctor. Su profesión se especializaba en el mal conocido terreno de la terapéutica sugestiva, siendo digno émulo de los Charcot, los Dumontpallier, los Landolt, los Luys; y aparte el sistema helioterápico citado más arriba, mereció ser consultado por Guimbail y por Branly repetidas veces, sobre temas tan delicados como la conductibilidad de los neurones, cuya ley recién determinada entonces por ambos sabios era el caso palpitante de la ciencia.

Forzoso es confesar, no obstante, que el doctor Paulin adolecía de un defecto grave. Era espiritualista, teniendo, para mayor pena, la franqueza de confesado. Siempre recordaré a este respecto el final de una carta que dirigió en julio del 98 al profesor Elmer Gates, de Washington, contestando otra en la cual éste le comunicaba particularmente sus experiencias sobre la sugestión en los perros y sobre la "dirigación", o sea, la acción modificadora ejercida por la voluntad sobre determinadas partes del organismo.

"Y bien, sí —decía el doctor—; tenéis razón para vuestras conclusiones, que acabo de ver publicadas junto con el relato de vuestras experiencias en el New York Medical Times. El espíritu es quien rige los tejidos orgánicos y las funciones fisiológicas, porque es él quien crea esos tejidos y asegura su facultad vital. Ya sabéis si me siento inclinado a compartir vuestra opinión", etc.

Así, el doctor Paulin era mirado de reojo por las academias. Como a Crookes, como a de Rochas, lo aceptaban con agudas sospechas. Sólo faltaba la estampilla materialista para que le expidieran su diploma de sabio. ¿Por qué estaba en Buenos Aires el doctor Paulin? Parece que a causa de una expedición científica con la que procuraba coronar ciertos estudios botánicos aplicados a la medicina. Algunas plantas que por mi intermedio consiguió, entre otras la jarilla, cuyas propiedades emenagogas habíale yo descrito, dieron pie para una súplica a que su amabilidad defirió de buen grado. Le pedí autorización para asistir a sus experimentos, siendo testigo de ellos desde entonces.

Tenía el doctor, en el pasaje X, un laboratorio al cual se llegaba por la sala de consultas. Todos cuantos lo conocieron recordarán perfectamente este y otros detalles, pues nuestro hombre era tan sabio como franco y no hacía misterio de su existencia. En aquel laboratorio fue donde una noche, hablando con el doctor sobre las prescripciones rituales que afectan a los cleros de todo el mundo, obtuve una explicación singular de cierto hecho que me traía muy atareado. Comentábamos la tonsura, cuya explicación yo no hallaba, cuando el doctor me lanzó de pronto este argumento que no pretendo discutir:

—Sabe usted que las exhalaciones fluídicas del hombre son percibidas por los sensitivos en forma de resplandores, rojos los que emergen del lado derecho, azulados los que se desprenden del izquierdo. Esta ley es constante, excepto en los zurdos, cuya polaridad se trueca, naturalmente, lo mismo para el sensitivo que para el imán. Poco antes de conocerlo, experimentando sobre ese hecho con Antonia, la sonámbula que nos sirvió para ensayar el electroide, me hallé en presencia de un hecho que llamó extraordinariamente mi atención. La sensitiva veía desprenderse de mi occipucio una llama amarilla, que ondulaba alargándose hasta treinta centímetros de altura. La persistencia con que la muchacha afirmaba este hecho me llenó de asombro. No podía siquiera presumir una sugestión involuntaria, pues en este género de investigaciones empleo el método del doctor Luys, hipnotizando solamente las retinas para dejar libre la facultad racional.

El doctor se levantó de su asiento y empezó a pasearse por la habitación.

—Con el interés que se explica ante un fenómeno tan inesperado, ensayé el otro día una experiencia con cinco muchachos pagados al efecto. Antonia no vio en ninguno la misteriosa llama, aunque sí las aureolas ordinarias; mas cuál no sería mi sorpresa al oírla exclamar en presencia del portero, don Francisco, usted sabe, llamado por mí como último recurso: "El señor sí la tiene, clarita pero menos brillante". Cavilé dos días sobre aquel fenómeno; hasta que de pronto, por ese hábito de no desperdiciar detalle adquirido en semejantes estudios, me ocurrió una idea que, ligeramente ridícula primero, no tardó en volverse aceptable.

Chupó vigorosamente su cigarro y continuó:

—Tengo la costumbre de operar llevando puesto mi fez casero; la calvicie me obliga a esta incorrección... Cuando Antonia vio sobre mi cabeza el fulgor amarillo, estaba sin gorro, habiéndomelo quitado por el excesivo calor. ¿No habría sido el cabello de los muchachos lo que impidió la emisión de la llama? Según Fugairon, la capa córnea que constituye la epidermis es mal conductor de la electricidad animal; de modo que el pelo, sustancia córnea también, posee idéntica propiedad. Además, don Francisco es calvo como yo, y la coincidencia del fenómeno en ambos autorizaba una presunción atendible. Mis investigaciones posteriores la confirmaron plenamente; y ahora comprenderá usted la razón de ser de la tonsura. Los sacerdotes primitivos observarían sobre la cabeza de algunos apóstoles electrógenos, diremos, aceptando un término de reciente creación, el resplandor que Antonia percibía en las nuestras. El hecho, de Moisés acá, no es raro en las cronologías legendarias. Luego se notaría el obstáculo que presentaba el cabello, y se establecería el hábito de rapar aquel punto del cráneo por donde surgía el fulgor, a fin de que este fenómeno, cuyo prestigio se infiere, pudiera manifestarse con toda intensidad. ¿Le parece convincente mi explicación?

—Me parece, por lo menos, tan ingeniosa como la de Volney, para quien la tonsura es el símbolo del sol...

Tenía la costumbre de contradecirlo así, indirectamente, para que llegase hasta el fin en sus explicaciones.

—Podría usted citar, asimismo, la de Brillat-Savarin, según el cual se ha prescrito la tonsura a los monjes para que tengan fresca la cabeza —replicó el doctor entre picado y sonriente—. No obstante, hay algo más —prosiguió animándose—. Desde mucho tiempo antes proyectaba una experiencia sobre esas emanaciones fluídicas, sobre la lohé, para usar la expresión de Reichenbach, su descubridor: quería obtener el espectro de esos fulgores. Lo intenté, haciéndome describir por la sensitiva, minuciosamente, todos los fenómenos...

—¿...Y qué resulta? —pregunté entusiasmado.

—Resulta una raya verde en el índigo para la coloración roja, y dos negras en el verde para la coloración azul. En cuanto a la amarilla descubierta por mí, el resultado es extraordinario. Antonia dice ver en el rojo una raya violeta claro.

—¡Absurdo!

—Lo que usted quiera; pero yo le he presentado un espectro, y ella me ha indicado en él la posición de la raya que ve o cree ver. Según estos datos, y con todas las suposiciones de error posible, creo que esa raya es la número 5567. De ser así, habría una identidad curiosa; pues la raya 5567 coincidiría exactamente con la hermosa raya número 4 de la aurora boreal...

—¡Pero, doctor, todo esto es fantasía pura! —exclamé alarmado por aquellas ideas vertiginosas.

—No, amigo mío. Esto significaría sencillamente que el polo es algo así como la coronilla del planeta.

Poco después de la conversación que he referido y cuya última frase concluyó entre la más afable sonrisa del doctor Paulin, éste me leyó una tarde, entusiasmado, las primeras noticias sobre la licuación del hidrógeno efectuada por Dewar en mayo de aquel año, y sobre el descubrimiento hecho algunos días después por Travers y Ramsay, de tres elementos nuevos en el aire: el kriptón, el neón y el metargón, aplicando precisamente el procedimiento de licuación de los gases; y a propósito de estos hechos recuerdo aún su frase de labor y de combate:

—No; no es posible que yo muera sin ligar mi nombre a uno de estos descubrimientos, que son la gloria de una vida. Mañana mismo continuaré mis experiencias.

Desde el siguiente día púsose a trabajar, en efecto, con ardor febril; y aunque yo debía estar curado de asombro ante sus éxitos, no pude menos de estremecerme cuando una tarde me dijo con voz tranquila:

—¿Creerá usted que he visto con mis propios ojos esa raya en el espectro del neón?

—¿De veras? —dije con evidente descortesía.

—De veras. Creo que la tal raya me ha puesto en buen camino. Pero a fin de satisfacer su curiosidad, me es menester hablarle de ciertas indagaciones que he mantenido reservadas.

Agradecí calurosamente y me dispuse a oír con avidez. El doctor empezó:

—Aunque las noticias sobre la licuación del hidrógeno eran harto breves, mis conocimientos en la materia me permitieron completarlas, bastándome modificar el aparato de Olzewski, que uso en la preparación del aire líquido. Aplicando después el principio de la destilación fraccionada, obtuve, como Travers y Ramsay, los espectros del kriptón, el neón y el metargón. Dispuse luego extraer estos cuerpos, por si aparecía algún espectro nuevo en el residuo, y efectivamente, cuando ya no quedó más, vi aparecer la raya mencionada.

—¿Y cómo se opera la extracción?

—Evaporando lentamente el aire líquido, y recogiendo en un recipiente el gas desprendido por esa evaporación. Si tuviera aquí una máquina Linde que me suministrara sesenta kilogramos de aire líquido por hora, podría operar en gran escala; pero he debido contentarme con una producción de ochocientos centímetros cúbicos. Obtenido el gas en el recipiente, lo trato por el cobre calentado para retirar el oxígeno, y por una mezcla de cal con magnesio para absorber el ázoe. Queda, pues, aislado el argón; y entonces es cuando aparece la doble raya verde del kriptón, descubierta por Ramsay. Licuando el argón aislado, y sometiéndolo a una evaporación lenta, los productos de la destilación suministran en el tubo de Geissler una luz rojo-anaranjada, con nuevas rayas, que por la interposición de una botella de Leyden aumentan, caracterizando el espectro del neón. Si la destilación prosigue, se obtiene un producto sólido de evaporación muy lenta, cuyo espectro se caracteriza por dos líneas, una verde y la otra amarilla, denunciando la existencia del metargón o eosium, según propone Berthelot. Hasta aquí, es todo lo que se sabe.

—¿Y la raya violeta?

—Vamos a verla dentro de algunos instantes. Sepa usted, entretanto, que para llegar a resultados iguales yo procedo de otro modo. Retiro el oxígeno y el ázoe por medio de las sustancias indicadas; luego el argón y el metargón con hiposulfito de soda; el kriptón en seguida con fosfuro de cinc, y por último el neón con ferrocianuro de potasio. Este método es empírico. Queda todavía en el recipiente un residuo comparable a la escarcha, que se evapora con suma lentitud. El gas resultante es mi descubrimiento.

Me incliné ante aquellas palabras solemnes.

—He estudiado sus constantes físicas, llegando a determinar algunas. Su, densidad es de 25,03, siendo la del oxígeno de 16, como es sabido. He determinado también la longitud de la onda sonora en ese fluido y el número encontrado, permitiéndome evaluar la relación de los calores específicos, que me ha indicado que es monoatómico. Pero el resultado sorprendente está en su espectro, caracterizado por una raya violeta en el rojo, la raya 5567 coincidente con la número 4 de la aurora boreal, la misma que presentaba el fulgor amarillo percibido por Antonia sobre mi cabeza.

Ante tal afirmación, dejé escapar esta pregunta inocente:

—¿Y qué será ese cuerpo, doctor?

Con gran sorpresa mía, el sabio sonrió satisfecho.

—Ese cuerpo... ¡hum! Ese cuerpo bien podría ser pensamiento volatilizado.

Di un salto en la silla, pero el doctor me impuso silencio con un ademán.

—¿Por qué no? —siguió diciendo—. El cerebro irradia pensamiento en forma de fuerza mecánica, habiendo grandes probabilidades de que lo haga también en forma fluídica. La llama amarilla no sería en este caso más que el producto de la combustión cerebral, y la analogía de su espectro con el de la sustancia descubierta por mí me hace creer que sean algo idéntico. Figúrese, por el consumo diario de pensamiento, la enorme irradiación que debe producirse. ¿Qué se harían, efectivamente, los pensamientos inútiles o extraños, las creaciones de los imaginativos, los éxtasis de los místicos, los ensueños de los histéricos, los proyectos de los ilógicos, todas esas fuerzas cuya acción no se manifiesta por falta de aplicación inmediata? Los astrólogos decían que los pensamientos viven en la luz astral, como fuerzas latentes susceptibles de actuar en determinadas condiciones. ¿No sería esto una intuición del fenómeno que la ciencia está en camino de descubrir? Por lo demás, el pensamiento como entidad psíquica es inmaterial; pero sus manifestaciones deben de ser fluídicas, y esto es quizá lo que he llegado a obtener como un producto de laboratorio.

A horcajadas en su teoría, el doctor lanzábase audazmente por aquellas regiones, desarrollando una temible lógica, a la que yo intentaba resistir en vano.

—He dado a mi cuerpo el nombre de Psychon —concluyó—: ya comprende usted por qué. Mañana intentaremos una experiencia: licuaremos el pensamiento. (El doctor me agregaba, como se ve, a sus experimentos, y me guardé bien de rehusar.) Después calcularemos si es posible realizar su oclusión en algún metal, y acuñaremos medallas psíquicas. Medallas de genio, de poesía, de audacia, de tristeza... Luego determinaremos su sitio en la atmósfera, llamando "psicósfera", si se permite la expresión, a la capa correspondiente... Hasta mañana a las dos, entonces, y veremos lo que resulta de todo esto.

A las dos en punto estábamos en obra.

El doctor me enseñó su nuevo aparato. Consistía en tres espirales concéntricas formadas por tubos de cobre y comunicadas entre sí. El gas desembocaba en la espiral exterior, bajo una presión de seiscientas cuarenta y tres atmósferas, y una temperatura de -136° obtenida por la evaporación del etileno según el sistema circulatorio de Pictet; recorriendo las otras dos serpentinas, iba a distenderse en la extremidad inferior de la espiral interna, y atravesando sucesivamente los compartimientos anulares en que se encontraban aquéllas, desembocaba cerca de su punto de partida en el extremo superior de la segunda. El aparato medía en conjunto 0,70 m de altura por 0,175 m de diámetro. La distensión del fluido comprimido ocasionaba el descenso de temperatura requerido para su licuación, por el método llamado de la cascada, también perteneciente al profesor Pictet.

La experiencia comenzó, previos los trámites del caso que sólo interesarían a los profesionales, siendo por ello suprimidos. Mientras el doctor operaba, yo me disponía a escribir los resultados que me dictase, en un formulario. Doy a continuación esas anotaciones tal como las redactó, en gracia de la precisión indispensable. Decía el doctor:

Cuando la distensión llega a cuatrocientas atmósferas, se obtiene una temperatura de -237°3 y el fluido desemboca en un vaso de dobles paredes separadas por un espacio vacío de aire; la pared interior está plateada, para impedir aportes de calor por convexión o por irradiación. El producto es un líquido transparente e incoloro que presenta cierta analogía con el alcohol. Las constantes críticas del psychon son, pues, cuatrocientas atmósferas y -237°3. Un hilo de platino cuya resistencia es de 5.038 ohms en el hielo fundente no presenta más que una de 0,119 en el psychon hirviendo. La ley de variación de la resistencia de este hilo con la temperatura me permite fijar la de la ebullición del psychon en -265°.

—¿Sabe usted lo que quiere decir esto? —me preguntó, suspendiendo bruscamente el dictado.

No le respondí; la situación era demasiado grave.

—Esto quiere decir —prosiguió como hablando consigo mismo— que ya no estaríamos más que a ocho grados del cero absoluto.

Yo me había levantado, y con la ansiedad que es de suponer examinaba el líquido cuyo menisco se destacaba claramente en el vaso. ¡El pensamiento...! ¡El cero absoluto...! Vagaba con cierta lúcida embriaguez en el mundo de las temperaturas imposibles. Si pudiera traducirse, pensaba, ¿qué diría este poco de agua clara que tengo ante mis ojos? ¿Qué oración pura de niño, qué intento criminal, qué proyectos estarán encerrados en este recipiente? ¿O quizá alguna malograda creación de arte, algún descubrimiento perdido en las oscuridades del ilogismo...? El doctor, entretanto, presa de una emoción que en vano intentaba reprimir, medía el aposento a grandes pasos. Por fin se aproximó al aparato diciendo:

—El experimento está concluido. Rompamos ahora el recipiente para que este líquido pueda escapar evaporándose. Quién sabe si al retenerlo no causamos la congoja de alguna alma...

Practicóse un agujero en la pared superior del vaso, y el líquido empezó a descender, mientras el ruido mate de un escape se percibía distintamente. De pronto noté en la cara del doctor una expresión sardónica enteramente fuera de las circunstancias; y casi al mismo tiempo, la idea de que sería una inconveniencia estúpida saltar por encima de la mesa acudió a mi espíritu; mas, apenas lo hube pensado, cuando ya el mueble pasó bajo mis piernas, no sin darme tiempo para ver que el doctor arrojaba al aire como una pelota su gato, un siamés legítimo, verdadera niña de sus ojos. El cuaderno fue a parar con una gran carcajada en las narices del doctor, provocando por parte de éste una pirueta formidable en honor mío.

Lo cierto es que durante una hora estuvimos cometiendo las mayores extravagancias, con gran estupefacción de los vecinos a quienes atrajo el tumulto y que no sabían cómo explicarse la cosa. Yo recuerdo apenas que, en medio de la risa, me asaltaban ideas de crimen entre una vertiginosa enunciación de problemas matemáticos. El gato mismo se mezclaba a nuestras cabriolas con un ardor extraño a su apatía tropical, y aquello no cesó sino cuando los espectadores abrieron de par en par las puertas; pues el pensamiento puro que habíamos absorbido era seguramente el elixir de la locura.

El doctor Paulin desapareció al día siguiente, sin que por mucho tiempo me fuese dado averiguar su paradero. Ayer, por primera vez, me llegó una noticia exacta. Parece que ha repetido su experimento, pues se encuentra en Alemania en una casa de salud.